Lazos por conveniencia: Un asunto de familia, de Hirokazu Kore-eda
Es bien sabido que la familia y su estructura (o su falta de ella) es el tema que ata a la filmografía del realizador japonés Hirokazu Kore-eda. Si bien su campo de acción es la familia nipona, las experiencias que padecen los protagonistas de sus películas tienen equivalencia universal: diferencias culturales aparte, es sencillo sentirlas factibles y cercanas.
Kore-eda tiene claro que la exploración de la dinámica familiar ofrece un filón dramático sin igual que le permite, además, ser crítico sobre lo que observa y analiza, y de alguna forma hacer un cine de denuncia sobre el grado de abandono e indolencia que muchos padres tienen frente a sus hijos menores de edad, y muchos hijos adultos frente a sus padres ancianos, deshonrando una de las más arraigadas formas de respeto de la sociedad japonesa. Bueno, ya desde Historias de Tokio (Tôkyô monogatari, 1953) de Yasujirō Ozu, esa afrenta se veía venir.
Supuse que Nadie sabe (Dare mo shiranai, 2004) iba a ser el ejemplo más extremo de familia desestructurada que iba a encontrar en su filmografía (y en la de cualquier director), pero Un asunto de familia (Manbiki kazoku, 2018) va un paso más allá, uno que deja a sus protagonistas exactamente frente al abismo. Si los niños de Nadie sabe hacían lo que hacían para sobrevivir, los personajes de Un asunto de familia están unidos por un lazo de conveniencia, una atadura de fines amorales en el que todos se lucran de sus “habilidades” para el mal, involucrando en esto también a niños, aleccionados para robar y engañados para que sigan el “juego” que los adultos les proponen.
Sin embargo esto que suena tan escabroso con palabras (y que exige una reflexión frente a lo que vemos), no está reflejado de manera tan cruda en la pantalla. Frente a nosotros está una familia pobre, aparentemente constituida por una abuela, Hatsue, y dos nietas, Aki y Nobuyo, esta última casada con Osamu (Lily Franky), un obrero. Él y su esposa tienen un hijo entrando a la adolescencia, Shota. El estrecho galpón donde viven es un caos absoluto, repleto de cachivaches, ropa, utensilios, comida, esteras… ahí comen, conversan, duermen, se demuestran afecto… ese es su mundo, así están acostumbrados a vivir. Una noche Osamu y Shota van rumbo a casa y ven una niña, Juri, refugiada en un balcón y deciden llevársela, pues la sienten abandonada y sola. Cuando pretenden devolverla se dan cuenta que sus padres la desprecian y deciden, sin más, adoptarla.
El hecho de que Shota esté adiestrado para robar en tiendas y que este le enseñe a Juri este oficio parece al final una anécdota, entre el cumulo de máculas que esta familia exhibe y que entre ellos mismos se aceptan con una tolerancia tal, que solo es explicable por el deseo de subsistir en una sociedad displicente donde ellos son el último eslabón de una cadena de carencias afectivas y de oportunidades educativas y laborales. En últimas nosotros también vamos aceptando su conducta, vamos normalizando lo que vemos, tal como ellos mismos vienen haciendo desde hace mucho. Hay cosas que no acabamos de comprender, pero es fácil achacárselas a sutilezas culturales propias de los habitantes de Japón.
Hasta ahí hemos asistido como espectadores a un filme episódico donde cada miembro de esta familia nos muestra en detalle lo que hace y lo bien que desarrolla su actividad, dentro de ese marco amoral que hemos convenido en aceptar. Sin embargo Un asunto de familia carece, hasta ese momento, de un arco narrativo que haga avanzar un relato que amenaza estancarse. En Nadie sabe el caos irrumpe y nos hace abrir los ojos y ver con objetividad lo que los niños de ese filme padecen y que antes suponíamos prácticamente “normal”. En Lilith (1964), el personaje que interpreta Warren Beatty ve con ojos enamorados a una paciente siquiátrica (nada menos que Jean Seberg), y por eso la vemos siempre bella, hasta cuando él se desilusiona de ella y cae la venda que cubría sus ojos. En Un asunto de familia hay igualmente un punto de quiebre tan rotundo que hace que todo lo que suponíamos de esta familia se desmorone ante nosotros y… por fin veamos con objetividad la realidad y comprendamos cuan patológica era su conducta y su obrar. Lo que más sacude es que ya habíamos aceptado esa amoralidad, que ya Kore-eda nos había persuadido. Ahora es él mismo quien nos hace ver lo peligroso de esa permisividad.
No hice sino recordar en ese tercio final de esta película asombrosa la cita bíblica del evangelio de San Juan con la que concluye Toro salvaje (Raging Bull, 1980), de Scorsese: “Así que por segunda vez llamaron al hombre que había sido ciego y le dijeron: -¡Da gloria a Dios! Nosotros sabemos que este hombre es un pecador”. “Yo no sé si es un pecador, respondió; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo”. Hirokazu Kore-eda aturdió nuestra percepción con su manera restringida de abordar la información narrativa de Un asunto de familia y él mismo de manera pasmosamente brillante nos sacó hacia la luz, un poco abochornados, todavía casi ciegos, pero ya viendo aquello que siempre debió ser evidente. Honores para él.
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