Un baile sórdido: Tony Manero, de Pablo Larraín

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Cualquiera pensaría a primera vista que es una comedia: en Chile de finales de los años setenta un pusilánime bailarín cincuentón está obsesionado con Tony Manero -el personaje de John Travolta en Fiebre de sábado por la noche- y está dispuesto a convertirse en el émulo austral del actor. La falta de atributos físicos y de talento es lo de menos. Su capacidad de hacer el ridículo sólo es comparable con su ego.

La risa parece la invitada lógica a este filme, pero la verdad es que Tony Manero (2008) es uno de los dramas más sórdidos que el cine nos ha ofrecido en los tiempos recientes. Cuando la tosca imitación de los pasos de Travolta por fin aparece en la pantalla nadie se está riendo: hace rato un rictus de asco está instalado en el rostro del público. El segundo largometraje del chileno Pablo Larraín se constituye en una experiencia difícil de asimilar, un puñetazo en el rostro dado sin previo aviso y con todas las intenciones de causar dolor. No lo duden, el propósito de Larraín es ese: es él quién con toda premeditación asesta este golpe dramático que nos sacude y nos cuestiona.

Alegoría sádica de los tiempos de la dictadura de Pinochet, la película tiene en su protagonista, Raúl Peralta (interpretado por el actor Alfredo Castro, coautor del guión), a un antihéroe detestable capaz de llegar a los extremos más ruines con tal de lograr ganar un concurso de imitadores de Tony Manero en un programa barato de la televisión. Obseso, patético y sicótico a partes iguales, Peralta es un ser despreciable, un bailarín de un antro de mala muerte para quien la mentira, el robo, el asesinato, el adulterio y la traición son medios válidos para lograr su propósito. Hace lo que sea para conseguir ese pírrico poder mediático, esos quince minutos de fama sucedáneos acaso de su sexualidad impotente y oportuno escape de la realidad gris que lo aprisiona.

Mientras tanto los espectadores estamos atónitos ante tal despliegue de crueldad, y padeciendo una mezcla de sentimientos: admiramos la capacidad del director de conseguir una puesta en escena tan sórdida y grotesca, pero a la vez lamentamos tener que presenciar semejante dosis de patetismo y degradación. La incomodidad ética, estética y sensorial que produce es enorme.

Si el régimen de Pinochet produjo monstruos como Raúl Peralta -seres alucinados, incapaces de cualquier contacto humano, dispuestos a sobrevivir para alcanzar un fantasioso poder sin medir las consecuencias de los brutales actos necesarios para alcanzar sus fines- que quede entonces Tony Manero como desgarrador recordatorio, como lección extrema.

Publicado en el periódico El Tiempo (26-11-09 Pág.1-18)
©Casa Editorial El Tiempo, 2009

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