Un día normal: Elefante, de Gus Van Sant
Cuando hemos tenido que criticar los coqueteos del director Gus Van Sant con el cine comercial lo hemos hecho con firmeza. No es posible que el autor de obras tan interesantes como Mala noche (1986), Drugstore Cowboy (1989) y Los dueños de la noche (1991) sea a la vez el responsable de fiascos como el remake de Psicosis (1998) y Encontrando a Forrester (2000). La última vez que lo vimos haciendo algo notable fue cuando dirigió a Nicole Kidman en Todo por un sueño (To Die For, 1995), pero todavía no sabemos qué tanto de las virtudes de este filme se deben en realidad al agudo guion de Buck Henry.
Pensábamos que se trataba de una esperanza perdida, de un director que cansado de luchar desde la órbita independiente, se había integrado mansamente al sistema de Hollywood. De ahí que recibiéramos con sorpresa y algo de prevención el triunfo de Elefante (Elephant, 2003), su más reciente producción, en la versión anterior del Festival de Cannes. ¿Ante que nos iríamos a encontrar?
Tras su obligado y demorado paso por Bogotá, la película se estrenó tímidamente en la ciudad hace una semana, en una sola de cine y, a menos que la recupere el Centro Colombo Americano, corremos el riesgo de que al momento de publicarse esta columna ya el filme haya desaparecido de la cartelera, debido a una pésima estrategia comercial que no supo encontrar la sala ideal para exhibirlo. Nuestro público no está acostumbrado a ver este tipo de cine en el multiplex de un centro comercial, de ahí que el rechazo que su presencia ha generado entre el común de los espectadores.
Es una lástima, pues Elefante es una excelente película: probablemente la mejor que se haya exhibido en el año hasta este momento. Y lo es por el manejo que le ha dado a su polémico tema, cual es el de la violencia en los colegios de Estados Unidos. No es otra versión de Bowling for Columbine (2003), aquí el aspecto periodístico o de denuncia no es lo central. Van Sant prefiere los personajes, tanto los que van a morir, como aquellos que van a matarlos. El director los sigue de cerca y nos los muestra como son: jóvenes absolutamente normales en un día normal de colegio. La mayoría deambula sin prisa y ese es el ritmo de la película.
Como se trata de un filme coral en un espacio y un tiempo compartidos, el filme se preocupa porque nos demos cuenta que las cosas están sucediendo en un mismo instante, de ahí que opte por jugar con la frecuencia temporal y a mostrarnos varias veces los mismos hechos desde diversos personajes.
Esto puede extrañar al espectador, pero el director deja indicios narrativos claros de lo que está haciendo para evitar confusiones. Llega un momento en que todos los personajes, todos los espacios y todos los tiempos confluyen en un clímax violento que se hace más aterrador porque en ese momento conocemos a todos los protagonistas, con todos hemos caminado, todos nos importan como para verlos morir y matar. Pero ocurre. Y seguirá pasando, aquí y allá, mientras sigamos sin reaccionar, sin estremecernos.
Publicado en el columna Séptimo arte del periódico El Tiempo (edición Medellín), 1/10/04, p.2-2.
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