Un domingo liberador: Luz de invierno, de Ingmar Bergman
Después de Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961), Ingmar Bergman va a desarrollar la segunda de las películas que hacen parte de lo que se conoce como “la trilogía de la fe”. Aunque él haya desdeñado de esa supuesta unidad temática, la verdad es que Luz de invierno (Nattvardsgästerna), conocida en España como Los comulgantes, y posteriormente El silencio (Tystnaden, 1963), son obras consecutivas que en la filmografía de este autor se ven como un movimiento continuo y descendente de pérdida de la fe, uno de los temas más recurrentes y más abordados por él, consecuente con las palabras de Eugene O’Neill cuando afirmaba que “un drama que no trate de las relaciones del hombre con Dios no vale la pena”, un frase que Bergman solía citar. Para él, “el silencio de Dios”, era algo que sentía la necesidad de manifestar en su cine.
Hijo de un estricto pastor luterano, Bergman quiso hacer de un pastor el centro de este relato ascético que transcurre entre el mediodía y las 3:00 pm de un domingo de invierno, y que empieza y termina en una celebración eucarística. Según el director, el drama del filme surgió inspirándose al escuchar el viernes santo de 1961 la Sinfonía de los salmos, de Stravinski. En Luz de invierno conoceremos al pastor Tomas Ericsson (el gran Gunnar Björnstrand, en un rol que detestó), concluyendo un rito que él hace mecánicamente, sin introspección, sin sensibilidad ni pasión alguna. A lo largo del metraje del filme él tendrá tres conversaciones, tres momentos –tres movimientos, aludiendo a la sinfonía mencionada- en los que cansado y enfermo, decide liberar sus sentimientos y manifestar su profunda desolación. Tomas ha dejado de creer. Tras su ordenación fue enviado a Portugal durante la Guerra Civil Española y presenció actos que lo aterraron y que no se compadecían con la bondad de un Dios idealista que era para él fuente de esperanza y consuelo. Posteriormente falleció su esposa, y en los cuatro años que han pasado de ese suceso, su fe se acabó de destrozar, reemplazada por una decepción espiritual que lo tiene muerto en vida, incapaz de sentir empatía, de dar consuelo, de brindar amor. En su libro Imágenes, Ingmar Bergman afirma de ese personaje que “Existe más allá del amor, en realidad más allá de toda relación humana. Su infierno, porque realmente vive en el infierno, es que es consciente de su situación” (1).
Esa incapacidad para darse al otro se pone a prueba cuando lo visita una pareja de pescadores, Jonas y Karin Persson (nada menos que Max von Sydow y Gunnel Lindblom), preocupados por la desesperanza depresiva de Jonas, que en plena guerra fría (la película se rodó durante 56 días a mediados de 1962), teme al holocausto nuclear. La conversación inútil y torpe entre el pastor y el feligrés desnuda la imposibilidad de Tomas para interesarse en los miedos ajenos, en el alma acongojada del otro. Su perorata sobre la inexistencia de Dios y como eso representa que la muerte es una extinción y no un inicio, puede que lo libere a él, pero asusta a Jonas, que sale aterrado de la sacristía. Las consecuencias de ese encuentro son tan demoledoras como poco trascendentales para el pastor, vaciado de cualquier sentimiento de compasión hacia el prójimo.
No he mencionado aún a Märta Lundberg (la extraordinaria actriz Ingrid Thulin), una profesora local que está enamorada de Tomas y que quiere ser correspondida. Ella tampoco tiene fe, pero ve en cuidar del pastor y en amarlo, la misión espiritual que se le encomendó: es una cruzada personal por la salvación de este hombre. Anota Bergman en su cuaderno de trabajo el 14 de diciembre de 1962: “De existir, lo sagrado solo puede manifestarse en relación con el vivir. No son dos movimientos sino uno. El dios padre, el dios del amor, ingeniado y creado por pensamientos brillantes del hombre se muestra a la luz del día como algo grotesco e insufrible. Lo que es santo y desprovisto de cualidad se revela en nuestras acciones como una fuerza activa. La protagonista femenina de la película es consciente de esa fuerza y actúa espontáneamente según sus leyes” (2). Por supuesto que al expresarle todos sus sentimientos a Tomas, Märta va a estrellarse contra un muro de concreto. Si Tomas no se ama, si no ve sentido a su existir, obviamente que no va a querer amar ni ser amado por nadie, y menos por alguien que pretende reemplazar a su esposa, el último contacto que tuvo con la realidad afectiva.
La manera en que golpea a Märta con sus palabras obra en él un efecto catártico, liberador; no es capaz en su egoísmo de ver el dolor que su rechazo le causa a ella. “Si pudiéramos sentir seguridad para atrevernos a demostrar cariño. Si pudiéramos creer en una verdad. ¡Si pudiéramos creer!”, reflexiona ella de rodillas en la iglesia al final de la película, buscando a que aferrarse para persistir en su lucha. Bergman amó ese personaje: En la misma fecha en su cuaderno de trabajo escribe “Sin detenerse mucho a reflexionar sobre el problema, ella se relaciona libremente y sin inhibiciones con un dios sin rezos, sin fórmulas. Ella está libre de dogmas y desprecia el rito religioso. Durante el desarrollo del trabajo me embarga una profunda simpatía por esa persona tan pertinaz” (3).
La última charla la tiene Tomas con Algot, el sacristán lisiado que lo acompaña. Él ha leído los evangelios y quiere reflexionar con el pastor sobre el abandono que sufrió Cristo por parte de sus discípulos y de la soledad que sintió en la cruz. Ese “Dios mío porque me has abandonado” es para Algot más doloroso que los martirios físicos que Cristo padeció y que él compara con los suyos. Esas mismas palabras, que ahora resuenan en boca de otro, las pronunció Tomas en plena soledad unas horas antes. Dios no se fue, es su concepto el que abandonó el alma del pastor, y en su reemplazo nada quedó. Por eso la vacuidad de los ritos eclesiásticos, que sin embargo, él se empeña en dar.
Ese final para el filme surgió, según Bergman, cuando recorriendo templos e inspiración para su filme, invitó a su padre –ya retirado de sus deberes religiosos- a visitar una iglesia al norte de Uppsala. La ceremonia litúrgica demoraba en empezar, pues el pastor no había llegado. Lo hizo súbitamente y con estrépito, alegando que estaba enfermo, febril y agripado y que le habían autorizado por ello a dar una misa abreviada. El padre de Bergman se paró de la banca en que estaban y fue a hablar con él en la sacristía. Tras un rato se anunció que la ceremonia se ofrecería completa. Ingmar Bergman vio a su padre, salir revestido a ofrecer la liturgia. Ahí estaba el final de la película. “Pase lo que pase, tienes que decir tu misa”, anota Bergman en Imágenes, aludiendo a una regla que él aplicaría siempre en su vida y que en Luz de invierno se antoja un final consecuente con un filme tan severo y contundente como este.
Referencias:
1. Ingmar Bergman, Imágenes, Barcelona, Tusquets, 2001, p. 226
2. Ingmar Bergman, Cuaderno de trabajo (1955-1974), Madrid, Nórdica Libros, 2018, p. 177
3. Ibid, p. 177
4. Ingmar Bergman, Imágenes, Barcelona, Tusquets, 2001, p. 234
Publicado originalmente en el periódico El colombiano de Medellín, en el suplemento “Generación” No. 13 (febrero, 2023), páginas 22-23
©El Colombiano, 2023
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