Un preciso mecanismo de relojería: La invención de Hugo Cabret, de Martin Scorsese
“Había historias de aventuras y misterios, historias de amor y fantasía. Ella mencionó nombres como Charlie Chaplin, Jean Renoir y Buster Keaton. Hugo había visto algunas películas de Buster Keaton y dos películas de Charlie Chaplin, pero por algún motivo no compartió esto con Isabelle. Él solo la escuchaba”
– Brian Selznick, La invención de Hugo Cabret
El viaje a luna (Le Voyage dans la lune, 1902) –el cortometraje más popular de Georges Méliès- no era desconocido para el público norteamericano de mediados de los años cincuenta, pues una buena porción del filme se presentaba dentro de una curiosa secuencia didáctica, con intenciones literarias y hasta de geopolítica, puesta al inicio de la película La vuelta al mundo en 80 días (Around the World in Eighty Days, 1956) de Michael Anderson. Curiosamente el presentador de esa secuencia fue nada menos que Edward R. Murrow, el famoso y valeroso periodista de CBS.
Uno de los espectadores de ese filme fue un joven cinéfilo de 13 años llamado Martin Scorsese, que recuerda la experiencia, “El film, en blanco y negro, no estaba en muy buenas condiciones, pero nadie en la sala había visto jamás algo parecido. La gente reía a carcajadas y cuando la cápsula espacial entró en el ojo de la luna, hubo un tronar de aplausos” (1).
Méliès volvería a su vida muchos años más tarde, cuando el productor de tres de sus filmes, Graham King, puso sobre su escritorio un ejemplar de la novela gráfica de Brian Selznick, La invención de Hugo Cabret, publicada en el 2007. Selznick –escritor, diseñador e ilustrador norteamericano- quería relatar en un libro el encuentro entre un niño y Méliès, pero no le daba forma a la trama. Pasaron varios años y en el año 2003 lee el libro de Gaby Wood, Edison’s Eve: A Magical History of the Quest for Mechanical Life, para descubrir ahí que hay un capítulo dedicado a Méliès, relacionado con los autómatas que heredó al comprar el teatro de Jean-Eugène Robert-Houdin, el famoso ilusionista, mago, prestidigitador, inventor y relojero francés. Selznick, interesado también en la magia (incluso uno de sus libros previos, The Houdini Box, es sobre el escapista Harry Houdini), conectó todos esos elementos –mecanismos de relojería, autómatas, magia y cine- para construir su relato, dibujado además a lápiz por él mismo.
Scorsese leyó La invención de Hugo Cabret de un tirón y supo que sería perfecta para un filme que pudiera compartir con su hija menor, Francesca, a quien ha aficionado al buen cine. Las cualidades del texto de Selznick (su abuelo fue un primo del muy legendario productor David O. Selznick) son ante todo cinematográficas: el bello dibujo del libro no acompaña a la narración escrita, sino que la reemplaza, la hace avanzar. Se antoja un detallado storyboard listo a ser convertido en imágenes en una pantalla. La historia del niño huérfano que vive escondido en una estación de tren en París al inicio de los años treinta, haciéndole mantenimiento a todos los relojes del lugar y que encuentra refugio en el cine tuvo una inmediata conexión con Scorsese, con su propia infancia. “Podría decir que yo soy Hugo Cabret. Mi padre, como el de Hugo, a menudo me llevaba a las películas. Entre los 5 y los 12 años compartí intensos momentos de emoción con él en los cines. No hablábamos mucho pero hemos forjado fuertes vínculos a través de las películas” (2), refería en una entrevista con Emmanuel Frois.
Y cuando ese niño descubre que el vendedor de juguetes de la estación es un envejecido Georges Méliès y que gracias a ese encuentro fue posible redescubrir su obra, el preservador de las películas clásicas que habita en Scorsese supo que era la oportunidad, no de restaurar una película, sino de mostrar cómo se restauró una vida y un prestigio vinculados al cine. Hugo era el reparador, el que ponía todo de nuevo a funcionar: Scorsese se vio a sí mismo en ese personaje, así como en el de René Tabard, el escritor (ficticio) del libro (también ficticio) La invención de los sueños: la historia de los primeras películas, quien en Hugo preserva y redescubre la obra de Méliès (en realidad fue Jean Mauclaire el que reencontró las películas perdidas de este autor). A finales de los años setenta Scorsese hizo algo así con la obra de Michael Powell y en 1990, junto a Steven Spielberg, George Lucas, Francis Ford Coppola y Sydney Pollack, formó la Film Foundation, mientras en el 2007 dio vida a la World Cinema Foundation, ambas para preservar, restaurar y difundir el cine clásico. Ese amor cinéfilo está presente por completo en Hugo.
Es obvio que es ante todo una historia de ficción que tiene como base una anécdota real: la del otoño de Georges Méliès administrando un local de juguetes en la estación de tren de Montparnasse. Para ver el modo en que Selznick modificó los hechos para darle un mayor dramatismo al relato, es bueno enterarse de algunos detalles reales de la historia de Méliès. Realmente fue Robert-Houdin quien en sus últimos años estuvo dedicado, según sus propias palabras a “la ciencia – mejor, el arte- de construir autómatas” (3). Uno de esos autómatas estaba sentado frente a un escritorio y tenía la capacidad de escribir y dibujar respuestas frente a algunas preguntas del público, cualidades con las que causó asombro y por las que Robert-Houdin recibió un premio en una feria mercantil en 1844. El afamado mago murió en 1871 y 17 años después la viuda de su hijo Emile le vende el antiguo teatro de su suegro a Méliès. Con el local venían diez autómatas y el taller donde se construían y reparaban. Méliès los puso a punto y algunos de ellos hicieron parte de su acto de variedades y magia.
En el sitio donde se reparaban los autómatas, Méliès y dos mecánicos, Lucien Korsten y Lucien Reulos, construyeron aparatos para sus trucos escénicos, y algunas partes de los autómatas les sirvieron para construir las cámaras de cine a partir del Teatrografo de Robert William Paul, cuyos derechos negoció Méliès en Inglaterra. En palabras de Gaby Wood, “en el taller de Méliès, uno podría decir que los autómatas dieron vida a las películas” (4).
Algunos de sus cortometrajes hicieron referencia a la vida artificial y a los autómatas, pero el incontenible tren de su producción cinematográfica le hizo ponerlos a un lado. A principios de los años veinte, Méliès donó los aparatos al Museo de Artes y Oficios de París. Unos meses después, extrañado de no verlos nunca exhibidos, se le informó que habían sido depositados en un ático y que las temperaturas extremas del lugar los averiaron. Posteriormente una fuga de agua hizo que el techo cediera y una viga del techo los había hecho trizas. No tengo información si acaso Méliès hubiera llegado a modificar el autómata escritor y dibujante de Robert-Houdin para que dibujara el momento del alunizaje de El viaje a luna e hiciera la firma de Méliès. Gaby Wood no menciona nada al respecto en su muy bien documentado libro.
En el redescubrimiento de la obra de Méliès interviene Jean-Placide Mauclaire, propietario de Studio 28, una sala para proyección de cine de vanguardia en Montmartre, a quien un amigo le hace llegar unos rollos de celuloide encontrados en el establo lechero del castillo de Jeufosse en Normandía. Sorprendido por lo que ve, viaja al lugar y logra recuperar alrededor de 800 latas de películas. En octubre del mismo año un exhibidor viajante le da una copia de El viaje a la luna, película que se pensaba perdida. El castillo había servido de vivienda al arquitecto Gustave Rives, quien había hecho la ampliación de la tienda de departamentos Grands Magasins Dufayel en París, que incluso incluía un teatro para proyección de cine. Dufayel murió en 1916 y no se sabe si le pidió a Rives salvaguardar las películas o si este se apropió de ellas a su deceso. El propio Rives falleció en 1926 y los nuevos propietarios del castillo encontraron las latas y las archivaron en el establo de las vacas.
Tras encontrar a Méliès en la juguetería de Montparnasse -unos artículos periodísticos de Léon Druhot, director de Ciné-Journal, ya lo habían descubierto ahí- Mauclaire ayudó a hacer la gala del 6 de diciembre de 1929 que devolvió el brillo al nombre de este creador. Los honores –incluida la Cruz de la Legión de Honor- empezarían a llegar en vida, por fortuna.
Selznick en su libro funde realidad y ficción pero la mezcla, por lo menos en términos de divulgación de la obra de Méliès entre los jóvenes lectores, no es fallida. La película de Scorsese, al ser absolutamente respetuosa del texto original, cumple el mismo propósito. Al tratarse de una película sobre cine hecha por un cinéfilo, el amor por el medio que se quiere homenajear se derrama en cada fotograma. Tanto el diseño de producción de la película, a cargo de Dante Ferretti y Francesca Lo Schiavo, como el vestuario, encomendado a Sandy Powell, son absolutamente brillantes. La reconstrucción de la estación de Montparnasse y del estudio de filmación de paredes de cristal que Méliès tenía en Montreuil, realizada en los estudios londinenses de Shepertton es preciosista, así como la atmósfera de fabula que se logró inculcarle a todo el filme gracias al premiado trabajo de efectos visuales y a la fotografía del veterano Robert Richardson.
Es obvio que se trata de un París idealizado, más cercano al que el cine nos ha mostrado -desde René Clair a Truffaut hasta desembarcar en Amélie (2001)- que al real (no creo que a las 7:00 am de un día laboral de principios de los años treinta en una estación de tren parisina un restaurante ofrezca música en vivo, mientras varias parejas bailan al son de la alegre tonada). De igual forma los personajes son clichés franceses caricaturizados sin cinismo y no seres auténticos. Acá lo importante no es la autenticidad que muestren sino el sentimiento que evocan y provocan en el espectador. Entendido eso, la película funciona como un preciso mecanismo de relojería que nos sorprende por su capacidad para conmovernos, para hacernos sentir la emoción que es viajar al pasado del cine de la mano de un maestro y ver desenvolverse ante nuestros ojos la anécdota feliz de la restauración personal y moral del primer innovador que tuvo este arte. En el camino, Scorsese nos ha mostrado imágenes que son patrimonio del cine – Lumière, Porter, Edison, Griffith, Chaplin, Keaton, Lloyd- y que él quiso que estuvieran presentes en este acto de celebración colectiva en el que él se reencuentra con Méliès 55 años después de esa primera vez que vio su obra.
Concluyo este texto con las palabras oportunas de Gaby Wood “Al filmar repetidamente historias de muñecos que cobran vida, Méliès transfirió la búsqueda de los antiguos fabricantes de androides a una nueva realidad virtual. Él logró que el cuerpo humano hiciera cosas imposibles y probó qué tan mecánico o cercano a una marioneta podría ser nuestro ser de celuloide. Méliès, como Vaucanson, Kempelen, y Edison antes que él, desafió las fronteras de lo que era humano” (5). Martin Scorsese lo reconoce y con La invención de Hugo Cabret le ha construido a Méliès –el precursor de los efectos especiales- un monumento, hecho con la tecnología contemporánea más avanzada, digno del tamaño de la creatividad y el ingenio de père Georges.
Referencias:
1. Emmanuel Frois, “Martin Scorsese: ‘It all comes down to Méliès’ ”, sitio web: Gigs for all needed, disponible en: www.gigsforallneeded.com/actualities/arts-a-entertainment/2103-martin-scorsese-qit-all-comes-down-to-melies, consulta: abril 01 de 2011
2. Ibid
3. Gaby Wood, Edison’s Eve: A Magical History of the Quest for Mechanical Life, Nueva York, Alfred Knopf, 2002. p.179
4. Ibid., p. 183
5. Ibid., p. 176
Publicado en la revista Kinetoscopio No. 98 (Medellín, abril-junio, 2012), págs. 84-86
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2012
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