Un rayo de sol: Lucía y el sexo, de Julio Medem
Lucía tiene que ser un invento de Lorenzo. Una mujer así no creo que exista, pero bueno, esto es una película y aquí cualquier cosa puede pasar. Sin embargo uno queda con dudas: ¿Cuántas mujeres hermosísimas lo han abordado a usted en un bar, le han dicho que lo admiran, que conocen todo de usted y que no ven otra alternativa al amor que le profesan que irse a vivir juntos? Obviamente, presumo que el lector no es una estrella de cine o de rock, donde no es raro que ese tipo de eventos ocurra, sino una persona común y corriente, como Lorenzo.
Pero es que Lorenzo es escritor y por eso es fácil conjeturar que se inventó a Lucia. ¿Para qué? Para alardear con los amigos, para aliviar su soledad, para dar rienda suelta a sus locuras, para que un rayo de sol entrara a su apartamento de escritor y revolcara todo eso. Poco sabemos de ella: es huérfana, tenía una hermana, fue criada por la abuela, trabaja como camarera, la pretende su jefe. Punto. No hay más antecedentes, no hay amigos ni amigas, nada más. Esa información fue suficiente para Lorenzo, tiene que ser suficiente para nosotros.
Y está el sexo. Lucía se pasea desnuda por la estancia, improvisa un strip tease casero, se toma fotos en el acto y hace presa de sus deseos a Lorenzo –feliz víctima de su propio invento. Julio Medem hace explicita la pasión de ambos, nos conduce en silencio a la habitación donde Lucía y Lorenzo son sudor y caricias. He aquí el sexo unido al placer, a las sensaciones más excelsas. Frente a la pantalla somos testigos del gozo físico que son capaces de otorgar y recibir un par de cuerpos. ¿Era necesario ser tan gráficos, tan frontales? Los estándares europeos en este aspecto no son como los norteamericanos, que todo lo subliman, que todo lo esconden. Medem muestra sin falso pudor ni vergüenza un acto que no tiene por qué causarnos ni lo uno ni la otra. Pero otras opiniones al respecto se han escuchado. Y se respetan.
Falta la literatura. Sin ella la relación de Lorenzo y Lucía es como un mar sin sal. Lorenzo escribe e imagina. Sus recuerdos se transforman en material literario, en las páginas de su segunda novela. Luna. Ese es el nombre de su hija. ¿O se trata tan sólo de uno de sus personajes de ficción? Luna fue concebida años atrás en el mar, una noche de mayo cuando Lorenzo cumplía años y encontró a Elena en una isla. Esa vez hubo menos preguntas entre ambos que las que hubo entre él y Lucia. ¿Existió Elena o también es una de sus creaciones? Nunca lo sabremos. No importa, en esa noche de luna llena Elena y Lorenzo, con el mar como testigo y cómplice, concibieron una hija. He aquí el sexo unido a la vida, a la creación más sublime. El destino quiso que Lorenzo no lo supiera hasta seis años más tarde. Ahora sabe que es padre. Y se acerca a Luna, curioso y conmovido, para ver en esos ojos, los suyos. Un rato cada día es para Luna, que juega en un parque, sin saber que su padre se sienta junto a ella.
La novela de Lorenzo crece. La vida de Luna empieza a alimentarla. ¿Y si le contara a Luna la verdad? ¿Le guardaría el secreto? Pero para llegar a Luna hay que pasar por Belén. Pero no es Belén un punto geográfico sino humano. Una joven que lentamente se abre ante Lorenzo, sin saber que también se está convirtiendo en material literario. Belén y Luna se entrelazan en la mente de Lorenzo. Y ante la pantalla lo imaginario adopta entonces formas convincentes de realidad. Lo vemos a él hacer parte de sus ficciones, la cámara de Medem se hace extensión de su imaginación y le ayuda a protagonizar sus historias, sus relatos, su cuento “lleno de ventajas”.
Belen y su madre. La señora es actriz porno y vive con Arturo, uno de sus galanes. Esperen. ¿Y Lucía? Lorenzo y Medem la olvidan, como si la mente de uno y otro estuvieran muy ocupadas escribiendo la novela como para preocuparse por ella. Quizá si la ignoran, Lucía no vaya a enterarse de la relación entre Lorenzo y Belén. Y así es. Pero es hora de introducir un giro dramático, lo sabe bien Lorenzo, el novelista y Medem, el guionista. Y por más doloroso que sea lo que ocurra, ambos están tranquilos: Lorenzo porque está escribiendo un cuento que es posible modificar si llegamos al final y lo que leemos -y vemos- no nos gusta (he ahí una de sus “ventajas”), y Medem porque en el cine realmente nadie muere. He aquí el sexo unido a la muerte, al último juez, a la eternidad. El dolor de lo sucedido arrastra con Lorenzo, con Lucía, con Elena, con Belén y con Arturo. Todos sufren. Y quieren olvidar. Lorenzo, incapaz de seguir escribiendo, desangrándose en cada palabra que intenta plasmar, decide matar sus personajes. El dolor es tanto, que por poco el que muere es él. Entra en coma y por eso sus personajes huyen y empiezan a confluir en Formentera, esa isla que tanto les recuerda a Luna. Bueno, a Lucía le recuerda a Lorenzo. Sin la intervención de él, los personajes quedan a merced de Medem o sea en manos del azar, disfrazado de destino travieso.
La casualidad une en este sitio –todo sol, playas y atardeceres- a dos mujeres y a un hombre que están escapando, que huyen de la muerte, pues todos han sufrido una pérdida, y buscan la luz: sólo quieren reposo para sus almas zaheridas. Arturo es ahora Carlos, temeroso de ser encontrado. Elena se hace dueña de una posada, temerosa de olvidar. Lucía sigue siendo ella, temerosa de dejar de serlo. Pronto caerán las máscaras y se reconocerán, a su modo, como víctimas. Al final, Lorenzo reaparece en la vida de todos para concluir este cuento. Bueno, concluir no. Hacerlo caer por un agujero y llevarlo de nuevo a la mitad del relato para cambiarle el rumbo. Vendrán más días soleados para todos, afortunadamente. Es que ser el autor tiene sus ventajas… y no hablamos solamente de Lorenzo.
Seis personajes en busca de autor
Lucía, Elena, Luna, Belén, su madre y Arturo. Mezcla de ficción y realidad, a medio camino entre lo soñado y el peso que tiene lo que somos capaces de ver y tocar. ¿Personajes de Lorenzo o protagonistas de sus propias vidas? En medio de este universo tan particular en que se mueven, la película nunca lo aclara. Abre la puerta para todas las interpretaciones que queramos, para que cada cual suponga lo que desee. Lucía y el sexo (2001) no subestima al espectador, lo respeta tanto que no le da respuestas, por el contrario, le da más preguntas. Y eso ya es raro en el cine de hoy día.
Lo decía Medem, “La realidad no es exactamente nuestra, es exterior. Lo nuestro es el sueño, la percepción, la complicidad de los deseos”. Y eso se aplica perfectamente a la creación literaria –tanto a la que va a desembocar en un libro como en el guión de una película- hija de la imaginación, las sensaciones y los recuerdos que la memoria ha querido dejar en pie. Julio Medem es consciente de la licencia que tiene, como escritor, para manipular destinos y vidas a su antojo, pero en Lucía y el sexo ha desplazado toda a esa responsabilidad a un personaje, a uno que lo representa y que mueve los hilos del existir de los demás, no sólo con sus actos sino además con su imaginación, con las ficciones que escribe. Posiblemente eso lo ha liberado: lo que pasa en Lucía y el sexo no es –directamente- su culpa. Se le debe a Lorenzo, a su mente febril, a la aparición de Lucía, a su bloqueo creativo, a su auto descubrimiento como padre, a su sed por Belén, a su mortal sensación de culpa. Todo esto desencadenará eventos que transformarán sustancialmente la vida de aquellos a su alrededor, pero Lorenzo tiene la alternativa de volver a empezar, de borrar lo escrito, de evitar más dolor. Medem también. Y ese era su propósito con esta película.
Por eso nunca quiso borrar la frontera entre lo real y lo imaginado, entre lo que es y lo que no es. ¿O alguien está completamente seguro de que alguno de los personajes no era una creación de Lorenzo? Lean lo que afirma Medem: “(…) En la relación entre quién fabrica la ficción y quien la recibe, existe, con el acuerdo de ambos, una estrechísima relación de intimidad. Y ellos se sienten absolutamente libres y protegidos; él para inventar, involucrándose (o camuflándose) a sí mismo tanto como le venga en gana, y ella para dejarse llevar, reconociéndose o imaginándose en otros personajes, para preguntarse qué haría en su lugar”. Aunque estas palabras se refieren a este largometraje, al leerlas es imposible no evocar el juego entre Jota y Lisa en La ardilla roja (1993), un filme que responde a los mismos códigos de construcción de fábulas alrededor de vidas que requieren urgentemente una historia que las llene, que las complete, que les de sentido. Así no sea cierta.
Inventar sin traicionar. Crear sin asaltar. Moldear sin deformar. He ahí el reto de cualquier autor. Para conseguirlo, Medem recurre a la conformación de un universo personal, de un lugar donde las cosas respondan a ciertas mecánicas celestes llenas de causas y azares. Nunca superado en su capacidad de manipular el destino de sus personajes, incluso si requiere a veces de un deux ex machina extremo, es evidente que quería contrastar en esta cinta el aroma de fatalidad que respiraba Los amantes del círculo polar en cada fotograma. El juego que le propone al espectador funciona en esta oportunidad gracias a dos factores: el primero es la coartada de la literatura y sus padecimientos, lo que le permite divagar sin cortapisas entre lo real y lo imaginado, donde todo está permitido: vivir, morir, renacer, recrearse, reinventarse. El otro factor es Lucía.
El personaje –el más cálido y de transparente de toda su filmografía- surge para Medem como reacción a la tragedia que Ana y Otto padecen en Los amantes del círculo polar. Al concluir ese filme era necesario un oasis frente a tanto dolor. “Así –escribe el director- la estructura de la nueva historia debía ser simétricamente opuesta a la anterior, por lo que a Lucía le esperaría un final cálido y esperanzador. Alguien que se empeña de esa manera en dar otra oportunidad al destino, se merece un buen regalo. Y yo se lo quería dar, buscando, eso sí, un buen argumento para justificarlo”.
Hay “algo” en Lucía y el sexo que nos permite intuir que la historia va a terminar bien. No sólo es la sinceridad innata de los personajes, sino además la construcción etérea que Paz Vega da a su papel de Lucía. Como queriendo reforzar la idea de que esa persona sólo es viable en términos literarios, oníricos o cinematográficos, Vega parece no estar siendo filmada, de lo despreocupada y fresca que se ve siempre. El director ha confesado que de todos los personajes de su cine es el que más ha querido y aquí va a hacer todo lo que pueda para demostrarlo, incluso hasta ocultarle todo el nudo argumental que ha transcurrido a sus espaldas. En vez de eso, elige para ella un sol mediterráneo que la hace suya. La lente no teme acercase a esa canícula extrema, pues Medem ha recurrido aquí al video de alta definición (el formato Hdcam) para mostrarnos una imagen aparentemente sobre expuesta, pero que en términos presupuestales y de facilidades de rodaje era una mejor opción.
El resultado tiene aspecto a brisa marina, a sal, a arena blanca. A un plácido sueño playero. Ahora Lucía ha despertado de uno de ellos. Y está en Madrid, Junto a Lorenzo, que continua escribiendo. Mira por la ventana y ve a Elena, tomándole una foto a Luna. Un rayo de sol ilumina la ventana. Lorenzo la abraza por la espalda. Es feliz.
Y la película termina.
Publicado en la revista Kinetoscopio no. 62 (Medellín, vol. 13, 2002), págs. 60-63
©Centro colombo Americano, 2012
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