Una espectadora comprensiva: Té y simpatía, de Vincente Minnelli
-“La hombría no es solo pavonearse y soltar puteadas y hacer montañismo. La hombría es también ternura y amabilidad y consideración”, le dice Laura a su esposo Bill Reynolds, un profesor de deportes y educación física de una institución educativa masculina de Nueva Inglaterra. Y se lo dice cansada y decepcionada de atestiguar tanto machismo y tanta discriminación. Ella ha sido víctima colateral de esa manera de ser que la pone en calidad de objeto decorativo doméstico, cuya función máxima es ofrecer un poco de “té y simpatía” a los alumnos que lo requieran. Sin embargo, en esta ocasión esas palabras las expresa en defensa de Tom Lee, un alumno que ha sido convertido en blanco de todas las burlas y ataques, sencillamente porque no le gusta bravuconear, ni presumir de macho cabrío. Su timidez y falta de habilidades sociales, aunadas a su afición por el tenis, la lectura y la música folk lo hacen de inmediato sospechoso. Era la Norteamérica de los años cincuenta del siglo XX y ser diferente era peligroso. Los responsables del filme Té y simpatía (Tea and Sympathy, 1956) lo tenían claro.
El autor Peter Lev en el libro “The Fifties, transforming the screen, 1950-1959”, al referirse al melodrama cinematográfico afirma que en esta década este género floreció “probablemente porque la cultura americana estaba muy enfocada en la familia nucleada y en la sexualidad. A las preocupaciones tradicionales del melodrama se añadieron nuevos temas, incluyendo ansiedades masculinas, enfermedad mental, homosexualidad y racismo” (1). Y cuando Lev escribe de preocupaciones habituales del melodrama se refiere a circunstancias sociales represivas e inequitativas concretas en lo que tiene que ver con matrimonio, trabajo y patrones familiares. Era una sociedad reprimida y represora, paranoide y tremendamente atemorizada. El comunismo, la amenaza nuclear, la emancipación de la mujer, la rebeldía juvenil, el disfrute de la sexualidad, la drogadicción, el homosexualismo… todo parecía amenazarlos, todo parecía diseñado para hacer colapsar sus estructuras familiares, culturales, morales, políticas y religiosas.
El cine reflejó perfectamente tales angustias. El melodrama de esos años expresaba ese dolor. Eran filmes adoloridos y agónicos, sobre todo porque no podían expresar con libertad lo que les aquejaba, pues el código de producción se los impedía. La censura de la industria los obligó a hacer un cine metafórico, que daba rodeos, que tenía que ponerse máscaras y disfrazar realidades, esperando que el público fuera capaz de leer entre líneas. Té y simpatía fue uno de esos filmes que se atrevió a hablar de temas considerados tabú, pero por ello debió pagar el precio de la censura, de la reescritura, de la atenuación y el disfraz. Tanto los oficiales de la Administración del Código de Producción (PCA), Geoffrey Shurlock y Jack Vizzard, como los delegados de la católica Legión de la decencia exigieron que el proyecto cumpliera estrictamente sus recomendaciones, de otra forma la película no podría exhibirse.
Originalmente este largometraje fue un drama teatral escrito por Robert Anderson y estrenado en Broadway en 1953 bajo la dirección de Elia Kazan y con los roles protagónicos de Deborah Kerr como Laura, Leif Erickson como su marido Bill, y John Kerr como Tom, el estudiante con quien ella traba amistad. La obra tuvo más de 700 presentaciones e incluso hizo tour fuera de los escenarios neoyorquinos y en Canadá. “La obra de Anderson reflejaba las ansiedades que prevalecían en la cultura americana en los años cincuenta. Escrita y producida durante el apogeo de la era McCarthy, Té y simpatía canalizó estas ansiedades lejos de la arena política trasladándolas a una más personal. En este drama teatral, la homosexualidad sustituía o se equiparaba con el comunismo como una forma adicional de desviación social. Anderson creó una alegoría acerca de personas inocentes y concienzudas, acusadas de ser ‘diferentes’, cuando no profundamente desviadas. Tom era ‘básicamente normal’, solo ligeramente diferente de los otros muchachos” (2).
La insinuación de la homosexualidad de Tom era un tema, aunque polémico, demasiado atractivo y Dore Schary, al comando de la MGM desde 1951, se mostró interesado en llevar este drama a la pantalla, impresionado por la fuerza de la producción escenificada por Kazan. Cuatrocientos mil dólares fue el precio que pagó el estudio para hacerse a los derechos de la adaptación fílmica. Y nadie mejor que Vincente Minnelli para ejecutarla. No solo era un formalista exquisito, era un hombre cuyo afeminamiento le causó dificultades al interior de la industria. Él había padecido por sí mismo la discriminación. Era una tarea digna de él, tenía la sensibilidad requerida.
A pesar del interés de Jennifer Jones por hacerse al papel de Laura, los tres protagonistas de la obra teatral interpretarían el mismo rol en la adaptación al cine que el propio Robert Anderson emprendió, todo bajo la supervisión del productor Pandro Berman. En carta a Minnelli, el dramaturgo le explicaba que su pretensión era -aludiendo a la famosa escena de Lo que el viento se llevó (1939)- “atacar la noción, a menudo fomentada por el cine, según la cual un hombre solo es hombre si puede cargar a Vivien Leigh y subirla por una escalera de caracol. Yo hago campaña por la hombría esencial, que es algo interno y consiste en gentileza, consideración y otras cualidades de ese tipo y no solo de fuerza bruta” (3). También la escocesa Deborah Kerr se mostró muy satisfecha de quedar en manos de Minnelli. Este en su autobiografía, “I remember it well”, explicaba que el trío de actores “conocían la obra por dentro. Habían confrontado muchos tipos de público con ella, así que habían matizado la descripción de sus personajes a lo largo de las muchas veces que los habían interpretado. Todo estaba allí y no había ninguna necesidad de embellecerlo con alguna ornamentación” (4). Pese a eso y a las esperanzas de convertir a John Kerr en el nuevo ídolo masculino que reemplazaría a James Dean, fue este joven actor una desilusión para Minnelli y uno de los motivos para que la película no tuviera el impacto que su director esperaba.
Pero eso no es solo atribuible a la labor de John Kerr, en realidad Té y simpatía fue sujeta a muchos cambios desde el guion, tratando de que la película no fuera reprobada por la PCA ni condenada por la Legión de la decencia y que los teatros se negaran a exhibirla. Dichos cambios incluyeron un prólogo y un epílogo, que convierten el centro del relato en un larguísimo flashback. Esa estructura le permite ver a Tom los hechos en retrospectiva y a Laura “arrepentirse” de lo ocurrido con el alumno, pues a diferencia de la obra teatral acá las cosas no podían quedar impunes para una mujer que se atrevió a ir más allá de sus deberes como consejera y amiga de un estudiante necesitado de comprensión. Y respecto a Tom, su particular sensibilidad debía verse como resultado de su timidez, soledad y falta de una familia sólida, no como alguna pulsión homosexual latente. Incluso el momento en que Laura pronuncia la frase con la que la obra de teatro concluye, la famosa “Cuando pasen los años y hables sobre esto -y lo harás- sé amable” (Years from now, when you talk about this – and you will – be kind) cambió de escenario, ya no es en la habitación de Tom, ahora es un idílico y casi irreal terreno boscoso, quitándole la fuerza y la oportunidad que Anderson le dio originalmente al texto.
Rodada durante apenas siete semanas en la primavera de 1956, Té y simpatía lleva las marcas autorales de Minnelli. El formato en Cinemascope y el proceso de Metrocolor le ayudaron al director a hacer de la paleta de colores una herramienta expresiva del estado de ser y de humor de los personajes. Laura viste en tonos de amarillo y así es su apartamento, sus cortinas, muebles y platos de la cocina. Los hombres visten de azul, y cuando ella decide impedir que Tom se relacione –solo por demostrar su hombría- con una mesera, se viste de verde, el color que sale de mezclar el amarillo y el azul. Así pues ella quería ser síntesis, unidad, manos enlazadas en medio de los gestos de desaprobación.
Es probable que la versión fílmica de Té y simpatía haya decepcionado a los seguidores de la obra teatral por los cambios obligados, pero pese a eso la película tuvo que haber sido muy impactante para la época. Laura va por su segundo matrimonio –enviudó de su joven primer esposo que falleció en la guerra- y se atreve a cuestionar su actual relación con Bill. Y lo hace en términos concretos, sin rodeos: con su actual pareja ya no hay pasión, ya no hay sexo. Ya no se tocan. Puede que Bill aliente a los alumnos a hacer demostraciones de burda masculinidad pero este hombre o es impotente, o es un homosexual oculto que se escuda y se esconde detrás de una fachada que la presencia de Tom hace tambalear. Y ni hablar de la figura del padre de Tom, Herb Lee, un egresado y compañero de Bill que jamás ha tenido un rol paterno adecuado para su hijo, excluyéndolo a toda hora de su vida y alejándolo de su madre, pero que ahora pretende que Tom se comporte exactamente como él espera, sin preguntarle que desea él ser en realidad. La película lo describe como un hombre primario y egoísta, aterrorizado por la “debilidad” de su hijo y lo muestra como del tipo de padres que le perdonan lo que sea a un hijo si es para demostrar lo machos que son. Minnelli y el guionista Anderson son implacables con él.
Estrenada en Estados Unidos el 27 de septiembre de 1956, Té y simpatía tuvo buenos comentarios críticos pero no logró el favor del público. En su temporada inaugural hizo un poco más de dos millones de dólares en el país, contra un presupuesto que superó el millón ochocientos mil dólares. Hoy se considera un filme imprescindible al mencionar aquellos que desde hace décadas han abordado temáticas homosexuales.
Té y simpatía se encarga de demostrarnos cuán fuerte es la presión de grupo y cuánto miedo da no encajar. No importa mentir, no importa que no seamos como los demás piensan, lo importante es simular, aparentar, ser parte de la masa. Pero también este filme nos recuerda que en la historia y en la vida siempre han aparecido pequeñas “anomalías”, objetores de conciencia, minorías raciales, políticas o sexuales que han soportado humillaciones, golpes, destierro y deshonra con tal de ser vistos, escuchados y aceptados en su diferencia. Un respeto ganado siendo no exactamente espectadores comprensivos, sino protagonistas beligerantes de su propia existencia.
Referencias:
1. Peter Lev, The Fifties, transforming the screen, 1950-1959, En: History of the American Cinema, vol 7, 2003, University of California Press, p. 235
2. Emanuel Levy, Vincente Minnelli: Hollywood’s Dark Dreamer, 2009, St. Martin’s Press, p. 281
3. Ibid., p. 280
4. Vincente Minnelli, Héctor Arce, Vincente Minnelli’s I remember it well, Berkley Pub. Co., 1975, p. 313
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