La vida por cárcel: Una pastelería en Tokio, de Naomi Kawase
Hay en la receta de Una pastelería en Tokio (An, 2015), de la realizadora japonesa Naomi Kawase, sabores y aromas que ya hemos probado antes. No lo dudo, es una “receta”, una fórmula ya probada previamente y de la que sabemos que resultado esperar.
En esta ocasión mezcla –a partir de una novela de Durian Sukegawa, antiguo actor suyo- dos subgéneros dramáticos: el del hombre apesadumbrado y amargado al que se le aparece alguien que va a cambiarle la vida, y el de las películas sobre el arte culinario. La combinación de ambos está cruzada por otros elementos: una adolescente solitaria, una enfermedad “vergonzante”, varios secretos del pasado y muchas lecciones de vida por compartir.
Entre cerezos florecidos vemos el puesto de venta (llamarlo “pastelería” es excesivo) de dorayakis que administra mecánicamente Sentaro (el actor Masatoshi Nagase). Los dorayakis son dos panqueques a los que se les añade una salsa espesa de fríjoles dulces (la “an” del título original) que él compra ya preparada. Su clientela es magra, básicamente adolecentes que van rumbo al colegio. Una de ellas se llama Wakana y se antoja tan solitaria como Sentaro. Ambos van a conocer a Tokue (la actriz Kirin Kiki, veterana del cine de Kore-eda), una anciana que pese a tener deformidades y nódulos en sus manos, desea el empleo de ayudante de Sentaro. Y lo obtiene. Tiene una poderosa razón para lograrlo, una cultivada por cincuenta años de experiencia.
Lo que sigue es la transformación del oficio de Sentaro en manos de Tokue. Es muy meticuloso y entretenido –como en todas las películas sobre cocina- el proceso de preparación de los alimentos y más en este filme, en el que Tokue establece una relación tan personal, tan de comunión con la naturaleza, con los fríjoles que va a cocinar. La misma relación que tiene con los cerezos, con el viento, con la luna. Por supuesto que es algo muy íntimo que tiene que ver con la cultura japonesa y cuyo sentido profundo desde acá se nos escapa.
Sin embargo cuando Tokue empieza a impartirles a Sentaro y a Wakana lecciones de sabiduría vital bastante subrayadas, y entendemos el secreto de su aislamiento y lo que subyace a sus manos enfermas, Una pastelería en Tokio entra en un terreno sensiblero del que no logra escapar. Los personajes se reconocen cautivos en una prisión sin barrotes: Tokue ha tenido por condena su vida y no quiere que eso ocurra con el hombre y la joven, pues ya ve en ellos signos de derrota. De ahí su afán por dejarles un legado existencial que los redima, como lo hiciera Ruth Gordon en Harold y Maude (1971), de Hal Ashby.
Pese a que este filme no logró conmoverme como hubiera querido –vi venir las zancadillas emocionales y Kawase no quiso que faltara ninguna, canario enjaulado incluido– estoy seguro que hay un público al que va a gustarle su tono y su sensibilidad, y que va a encontrar valiosos los mensajes de vida que deja. Además tiene la firma de Naomi Kawase, una mujer a cuya obra tenemos que acercarnos más. Este filme, pese a sus obviedades, es una forma accesible de empezar a conocer su filmografía, compuesta hasta ahora de cintas quizá más densas, pero más ricas.