Una visita guiada: El arca rusa, de Alexander Sokurov
La fama le precede: El arca rusa (Russkiy kovcheg, 2002) es un hermoso experimento de filmación en un largo e ininterrumpido plano secuencia de 95 minutos de duración, rodado sin edición alguna en video digital. Tal se filmó así se exhibe, como el buzo que contiene la respiración y se sumerge tras la perla con un solo y largo aliento. Ante un moderno steadycam desfilan trescientos años de historia rusa y dos mil extras en medio de un marco de ensueño llamado Hermitage en San Petersburgo. El museo cerró sus puertas al público para permitir el arriesgado rodaje, que implicaba una exactitud y un compromiso gigantescos por parte de todos los involucrados, pues si algo fallaba, si un actor olvidaba sus líneas, si alguien no seguía sus pistas o si el equipo técnico se entrometía en el camino de la cámara, todo se arruinaría y habría que empezar de nuevo. Al cuarto intento se pudo completar el extenuante rodaje, que logró superar tentativas previas que o bien fallaron, o bien se filmaron con obligados cortes, como La soga (Rope, 1948), de Alfred Hitchcock.
Como se trataba de una exhibición, no sólo del museo sino de los principales protagonistas de la Rusia zarista, Sokurov, el director, recurrió a una narración a dos voces: un anónimo y misterioso visitante, perdido y amnésico -que bien podría identificarse con el propio director del filme, pues su mirada es la de la cámara- y un visitante atemporal, un marqués francés del siglo XVIII, que le sirve de guía al primero. Ambos van de visita al museo, para encontrarse no sólo con su lujosa pinacoteca, sino con un abigarrado desfile de personajes de todas las épocas de la historia soviética, a la manera de fantasmas que invaden los lujosos salones del Hermitage.
Nada se ha escatimado, el filme brilla ante el desfile de trajes, uniformes, porcelanas, estatuas, pinturas y demás elementos artísticos. Nos sorprende la agilidad y movilidad de la cámara y entendemos que el esfuerzo técnico y artístico ha sido enorme. Al final hay una larga secuencia (bueno, la película ha sido toda una larga secuencia) que se mueve alrededor de un baile en palacio, que es un deleite estético. “Grandioso” es un adjetivo que le sienta bien a ese momento final del filme, donde cientos de bailarines se desplazan con graciosa precisión alrededor de una cámara que tiene la difícil misión de no tropezarse con nadie y ser capaz de flotar alrededor y por encima de todos. Acompañamos luego a los invitados a salir del gran salón y abandonar el palacio. La cámara subjetiva, ya lo mencionamos, se anticipa al desfile y sale por una puerta lateral para encontrar el mar. El museo y el palacio son, parece decirnos Sokurov, un arca eterna que flota entre las aguas llevándose la historia de una nación orgullosa.
Hasta aquí las buenas noticias. No sabemos qué se pretendía filmando todo en un plano secuencia, como no sea la satisfacción vacua de saber que era posible hacerlo y que lo lograron. Rodar de esa forma no le aporta nada al filme y le imprime más bien un ritmo pasmosamente lento, que suena paradójico si consideramos que la cámara siempre está en movimiento. Pero así es, el vagar y divagar sin rumbo va aburriendo a unos espectadores que en su mayoría desconocen quiénes son los personajes históricos que se suceden. No hay ningún contexto ni la narración ayuda en algo, lo cual hace que el público se quede sin entender cuál es el sentido de la presencia de esos personajes allí. Podría alegarse que ése no es problema del filme sino del público, pero hemos de tener en cuenta que la mayoría de los que vamos a cine no somos precisamente historiadores.
El parsimonioso diálogo entre ambos narradores también se antoja críptico y cuando nos asomamos a conversaciones sostenidas por los demás personajes, por lo general no comprendemos a qué se están refiriendo. Sokurov no ha querido ser didáctico, lo suyo no es instruir al público. Lástima, pues es ese mismo público el que está seguro de que su filme es muy fácil de admirar, pero definitivamente muy difícil de querer. ¿Saben? Nos quedamos con La soga.
Publicado en la revista Arcadia no. 3 (Bogotá, diciembre/05) pág. 28
©Publicaciones Semana, S.A., 2005
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