Vivir bajo las alas del dragón: Pandillas de Nueva York, de Martin Scorsese
Según Charles Tesson “Scorsese no es un sentimental. Sólo un salvaje y un lunático”. Me pregunto que otra clase de persona podría comprender y celebrar tan perfectamente el horror sin fin que es la historia.
-Maximilian Le Cain
El de Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002) era un proyecto que venía gestándose desde 1970, cuando Scorsese tuvo acceso al texto homónimo que Herbert Asbury había escrito en 1928 sobre la historia de los neoyorquinos “cinco puntos”, una peligrosa esquina donde reinaba el crimen en el siglo XIX. El director contactó al guionista Jay Cocks y le solicitó que pensara en el argumento como en “una especie de western en el espacio exterior”, mientras se contactaba a Malcolm McDowell –cubierto en esos días de la fama de La naranja mecánica– para el papel principal. Otros proyectos que se antojaban más realistas vieron antes la luz, mientras el primer borrador de Pandillas apenas estuvo listo en 1977. Luego llegó El toro Salvaje y el temor de estar incubando con Pandillas un proyecto demasiado personal y arriesgado, muy a la manera del fracaso absoluto que por ese entonces sufría Michael Cimino con Las puertas del cielo (Heaven´s Gate, 1980), el ambicioso y desafortunado filme que realizó tras la premiada El francotirador (The Deer Hunter, 1978).
Transcurrieron los años ochenta y se iniciaron los noventa. Scorsese filma La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) y de nuevo se anima a retomar un filme que ocurre en una época similar. Pero nuevos aplazamientos ocurren ante la imposibilidad de financiación. Los años pasan y es sólo cuando consigue interesar a Leonardo DiCaprio, que la compañía Miramax se decide a prestarle apoyo. Pero, desafortunadamente, no sólo le ofrecieron apoyo, sino también la persistente intromisión de Harvey Weinstein, incomodo jefe del estudio, presto siempre a la crítica, al anuncio de desborde presupuestal, al control excesivo de gastos, al montar la película hasta límites comerciales seguros.
El argumento final fue coescrito por Cocks, Kenneth Lonergan y Steven Zaillian –el guionista de La lista de Schindler– y Scorsese pudo contar con su equipo habitual, encabezado por Michael Ballhaus en la cinematografía, Thelma Schoonmaker en el montaje y Dante Ferretti en el diseño de producción; pero las dificultades inherentes al prolongado rodaje en Roma y a las presiones de los ejecutivos del estudio, tornaron exasperante el lapso que hubo entre Vidas al límite (Bringing Out the Dead, 1999) y Pandillas. La espera sólo era aliviada por la presunción de un retorno digno del proyecto de gran envergadura que Martin Scorsese, según se difundió ampliamente en los medios, había emprendido con esta película, de muy tortuosa realización y un elevado costo final.
El resultado – en gran parte- fue digno de la espera y las dificultades. Pandillas de Nueva York es un filme de épicas proporciones e iguales intenciones, que recreó para nosotros un momento histórico por completo inédito, como era el que atravesaba la ciudad de Nueva York entre 1846 y 1863. Con La edad de la inocencia ya Scorsese se había asomado a la sociedad neoyorquina de clase alta de la década de 1870, pero Pandillas se sitúa al otro lado de la ciudad, lejos de los centros de poder, y donde se agolpa una masa de inmigrantes europeos, africanos y asiáticos, mezclada a las malas con lugareños de marcada xenofobia. Súmense a esto la difícil situación económica, la carencia de cualquier medida mínima de sanidad pública y la afugias derivadas de la inminente guerra de secesión y veremos que el resultado tiene -necesariamente- que ser explosivo. El tic-tac de la bomba de tiempo es perfectamente audible.
Sin embargo, la mirada de Scorsese aquí es la misma de La edad de la inocencia: la de un antropólogo que estudia, con rigor científico, la conducta de un grupo humano de características particulares. Y lo digo porqué la narración de la película, que nos cuenta un relato -más bien convencional- de venganza generacional, privilegia ante todo la reconstrucción histórica de un momento muy preciso -y así mismo muy desconocido- convirtiéndola en la inesperada estrella del filme. Los propios actores pasan a ser un elemento más del decorado y la escenografía, dejando que sea la ciudad la que cuente su historia, retrato amargo de los difíciles orígenes de la metrópolis de hoy.
Muchos pueden pensar que la aproximación por la que optó Scorsese es facilista, más propia de un habitante enamorado de Nueva York que de un cineasta consciente, pero no hay tal. El rigor descriptivo de Pandillas alcanza proporciones asfixiantes, fruto de un meticuloso trabajo de vestuario, ambientación, decorados e imaginación controlada, pues aunque de esta época sólo quedan dibujos y grabados de momentos históricos, no se podían dar el lujo de ser imprecisos, más si iban a relatar una mezcla de eventos ficticios y reales sin que el espectador pudiera discriminarlos. La labor -coordinada por Dante Ferretti- fue admirable, pues la atmósfera opresiva que se respira minuto a minuto en el filme es fiel reflejo de una escenografía abigarrada, oscura y sucia (recreada en los estudios romanos de Cinecitta), propia del entorno tan peculiar que el filme describe, donde cualquier cosa podía suceder en un instante.
Martin Scorsese siempre nos ha mostrado, en su cine, la violencia humana en todas sus formas, pero nunca de manera gratuita o manipuladora –Cabo de miedo (Cape Fear, 1991) puede ser la única excepción- y Pandillas ha recibido la misma herencia de sangre. Pero, a pesar de sus secuencias explícitas, no es por eso una película violenta -Scorsese ya no tiene nada que probar al respecto-, violentos eran los tiempos que se vivían en ese periodo del siglo XIX. Nueva York era en ese entonces un puerto malsano, sin Dios ni ley, donde diversas poblaciones humanas se agrupaban por colores, razas, credos y aficiones, formando pandillas no siempre difíciles de diferenciar y que se dedicaban a asuntos tan disimiles que iban desde el proselitismo político callejero, pasando por la anarquía total, el pillaje, el vandalismo y la xenofobia extrema. “En esta película, yo quería crear otro mundo, uno muy primitivo” -refiere Scorsese en una entrevista- “Mucha de la violencia realmente está realzada por el montaje, porqué en últimas, ese mundo era violento en la misma forma de la violencia cotidiana de hoy, en la que uno se vuelve insensible a ella”. En ese ambiente enrarecido, los grupos políticos y religiosos pescaban en río revuelto, los unos buscando votantes y los otros almas que salvar, en complejas tareas de captura de adeptos a sus causas. Sin embargo, la anarquía, la amoralidad y el escepticismo se encontraban tan fuertemente afincados, que no parecía que hubiera fuerza alguna que pudiera aglutinarlos en alguna empresa colectiva, distinta a sobrevivir.
Scorsese se pasea a sus anchas por esas calles sin asfalto, por esos callejones oscuros poblados de seres extraños, por esos galpones llenos de pasadizos subterráneos y habitados por personas sin una concepción, por mínima, de la ley y el orden social. Allí solo los más fuertes sobreviven, secundados por una guardia de lacayos y avivatos a la espera de cualquier cambio en las mareas del poder. El director centra su relato en un espacio preciso de la ciudad, una barriada conocida como “cinco puntos” donde confluyen cinco esquinas del sector, una trampa mortal en cuyo centro hay una plaza despoblada, pero rodeada por pillos, ladrones, tramposos y corruptos por todos los horizontes. Son los haberes de William “el carnicero” Cutting (Daniel Day-Lewis, reapareciendo en la pantalla tras un auto exilio de cinco años), el amo del sector y líder de los grupos de nativos neoyorquinos, que luchan en contra de todo tipo de inmigración, pero sobre todo la africana y la irlandesa, por motivos racistas y de desprecio religioso.
El filme se abre en 1846, en los momentos preliminares a una batalla campal por el dominio territorial entre los nativos, comandados por Cutting, y los “conejos muertos”, el grupo católico irlandés que reúne varios clanes de inmigrantes y que lidera el sacerdote Vallon (Liam Neeson). El segmento, a manera de prólogo, es un choque inenarrable de cuerpos y armas, danzando una coreografía macabra de golpes, mazazos y puñaladas que tiñen de rojo la nieve de las calles. Al final, Cutting termina con la vida de Vallon, ante la mirada aterrada de su pequeño hijo, quien crecerá para recordar ese día y cobrar venganza.
Pasan 16 años y volvemos a ver ahora al hijo del sacerdote, ya un hombre, que se hace llamar Amsterdam (Leonardo DiCaprio). Al salir de un reformatorio donde ha pasado todo este tiempo, lo vemos llegar de nuevo a los “cinco puntos”, para rápidamente enrolarse en el bando de Cutting, seducido por el poder indiscutido que éste posee. El joven comienza a disfrutar de ciertos privilegios, pero no olvida que está viviendo, eso sí, bajo las alas de un dragón. Es fácil para el espectador también tomar partido por el villano, gracias al retrato enérgico que Daniel Day-Lewis consigue hacer, mezcla de sabiduría popular, fuerza bruta y sagacidad política.
Entra en escena un posible interés romántico, encarnado en Jenny Everdeane (Cameron Diaz), una ladronzuela experta y antigua amante de Cutting, cuyo peso en la historia es más bien relativo. “Mi padre tenía un sentido mitológico del viejo Nueva York y él me contaba historias acerca de esas pandillas, particularmente la de los cuarenta ladrones y la del cuarto distrito” –rememora Scorsese “Todavía se llamaban igual en los años treinta, incluso aunque el vecindario se había vuelto italiano por ese entonces”. Al crecer en esa “Little Italy”, el director se encontró con personajes arquetípicos muy similares a los que describe en la película: Cutting no es más que un jefe mafioso, Ámsterdam un wiseguy callejero a su servicio y Jenny una “chica del arroyo” a la que todos querían rescatar y salvar.
Porque a la salvación aspiran, tal como lo pretenden todos los personajes que han habitado antes su cine. La cruzada mesiánica que Ámsterdam emprende para derrotar a Cutting es el sacrificio que debe hacer para salvar el recuerdo de su padre, para salvarse él, para salvar a los inmigrantes. Esa pasión por la que atraviesa tiene, claro, los visos religiosos que nunca han dejado de adherirse estrechamente a la filmografía de Scorsese, transformados aquí en una inicial decepción ante la fe, pero que deviene también en fuerza, en compañía moral, en un propósito porqué luchar. La iconografía religiosa de Pandillas es múltiple y muy evidente, incluso habrá quien pague con la cruz sus culpas.
Sin embargo, no hay en la película una completa claridad simbólica ni tampoco dramática, pues por momentos parece que el caos de esos años la hubiera contagiado, perjudicada además -a no dudarlo- por un montaje que la dejó reducida, a pesar de sus 166 minutos, apenas a lo necesario para hacer explicito su relato. No sé hasta que punto la idea de Scorsese era sólo reflejar con fidelidad la época –las raíces de la Nueva York multiétnica y pluricultural de hoy- y dejar de lado los personajes, pues por momentos se notan a la deriva, demasiado esquematizados y confundidos en medio de un guion predecible, que muestra los protagonistas de una venganza que ya nos han contado antes, incluso con un transcurrir más fluido y más sorpresivo de los hechos.
Entrecruzada a esta historia transcurre otra paralela, que se hace perpendicular por momentos y que hace una crónica del movimiento anti enlistamiento que se dio en Nueva York en ese preciso momento, cuando la guerra de secesión reclamaba hombres, y que detonó en fuertes disturbios y en la toma de la ciudad por parte de hordas que no estaban de acuerdo con el gobierno de Lincoln y que aspiraban a que también los ricos fueran enrolados. Los enfrentamientos se salieron de cauce y obligaron a una intervención militar para recuperar la ciudad tras días de completo caos.
Scorsese utiliza este episodio como trasfondo en la película, para -en el momento más agudo de los disturbios- describirlo intercalado con la confrontación final entre los grupos de Vallon y Ámsterdam, aparentemente demasiado preocupados por su lucha personal, como para notar lo que ocurría a su alrededor. En estas secuencias el pulso del director es firme y la lente del maestro Michael Balhaus nos introduce de cabeza en medio de dos batallas campales de impredecibles resultados. Sólo la muerte se declarará ganadora de ambos conflictos. Scorsese, transformado en bardo histórico, prefiere no tomar partido y dejar que nosotros lo hagamos por él.
¿El resultado final? De las cenizas de la guerra resurgió una ciudad compleja e indescriptible, y de las dificultades de producción surgió una película quizá demasiado ambiciosa para su propio bien. Adolecer de grandeza no es fácil en estos tiempos, pero estamos ante Martín Scorsese. No es posible pedir menos.
Publicado en la Revista Kinetoscopio no. 65 (Medellín, vol. 14, 2003) págs. 84-89
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2003
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.