La vida vana: Yo la conocía bien, de Antonio Pietrangeli
-“El hecho es que todo le va bien, siempre está contenta, no quiere nada, no envidia a nadie, no es curiosa, no se sorprende de nada, no siente las humillaciones. Sin embargo, pobre niña, le pasan cosas todos los días. Le resbala todo sin dejar huella, como en ciertos tejidos impermeables. Ambición, cero. Moral, ninguna. Ni tan solo dinero, porque ni siquiera es una puta. Para ella, el ayer y el mañana no existen. Ni siquiera vive el día a día porque se vería obligada a hacerse planes demasiado complicados. Por tanto, vive el minuto a minuto. Tomar el sol, escuchar discos y bailar son sus únicas actividades. En lo demás es voluble, inconstante, siempre necesitada de encuentros nuevos y breves, no importa con quién, jamás consigo misma”. Este monólogo lo expresa un hombre de unos cincuenta años, un intelectual, que ha llevado a su casa a una dama de compañía llamada Adriana. Ya se ha consumado el carnal propósito de su visita a ese lugar y ella, retozando y cubierta solo por una sábana, le pregunta por un escrito que ve en la máquina de escribir de él, donde se refiere a una mujer que ha conocido hoy llamada Milena y de la que dice que es “una muchacha hermosa, excitante”.
Curiosa, Adriana quiere saber más de Milena y él la describe con el monólogo mencionado. A medida que habla, la expresión de Adriana pasa de curiosidad risueña a un serio pasmo: en esa descripción se ha reconocido por completo. Tanto, que le pregunta –“Milena soy yo, ¿verdad?”, a sabiendas de la respuesta. Este hombre, un literato y profesor, no solo se ha aprovechado de su cuerpo, también parece haber explorado su espíritu, haberse –por fin alguien- detenido en ella. Adriana Astarelli es la protagonista de Yo la conocía bien (Io la conoscevo bene, 1965), de Antonio Pietrangeli, un drama que parece el sueño aspiracional de una joven que quiere pertenecer al universo romano de La dolce vita (1960) de Fellini –una película que el personaje quizá vio, si la censura se lo permitió– disfrutando de todos sus lujos, conociendo estrellas de cine, asistiendo a fiestas y desbordes. Si así se vivía en Roma, Adriana también quiere experimentar todo eso. No ve porque no.
Pero el camino hasta allá es duro para una mujer como ella, cuyos único atributos son su juventud y su belleza. Esta película es la descripción de ese sendero, uno que sin duda muchas chicas como ella atravesaron llenas de ilusión e ingenuidad. Pocas lograron triunfar, a costa de enormes (y a veces innombrables) sacrificios personales, pero la mayoría se enfrentaron a la cruda realidad de ver rotos sus sueños: vivir la “dolce vita” romana de los años sesenta era un imposible, algo más allá de sus posibilidades reales.
Yo la conocía bien es un título que habla desde el futuro, desde la añoranza que alguien siente por Adriana. Pero también es un título paradójico, pues creo que nadie realmente pretende conocerla bien, por el contrario todos parecen querer algo de ella, aprovecharse de su ingenuidad, saciarse con su cuerpo, quitarle su dinero y su dignidad, arrebatarle su nombre y ponerle un seudónimo, reírse de sus aspiraciones ser actriz, de ser famosa, de ser amada. Excepto el profesor que mencioné, nadie se detiene suficientemente en Adriana como para poder decir que la conocía. La película, completamente episódica, es una serie de encuentros y desencuentros de Adriana con jefes, amigos, amantes, clientes, agentes de prensa, publicistas, proxenetas, instructores, avivatos, actores y compañeros de juerga, la gran mayoría de los cuales se acercan, la exprimen y desaparecen.
La joven parece no darse cuenta de que abusan de ella, pues está ebria de vida, exaltada por la música, las fiestas y el alcohol, y atenta a las oportunidades que, según todos, pueden abrirle mediante un publirreportaje, una crónica en un magazín fílmico o una salida con un cliente importante, encuentro sexual mediante. Mientras tanto trabaja en una peluquería y como acomodadora en un cine, a la espera de ese golpe de suerte que la lleve directo a las marquesinas. Sin embargo son tantos los estrellones vitales, tantos los sinsabores, que ella poco a poco se va desilusionando y aceptando –a lo mejor demasiado tarde– que está sola, que el mundo que la rodea es cruel, que ella a nadie le importa, que es solo un objeto de deseo, un juguete que brinda placer. Solo la alienación la acompaña. Realmente a Adriana nadie la conocía bien.
El boom económico de los años sesenta en Italia nos muestra acá su cara más amarga. A lo irreflexivo del personaje de Marcello Rubini (Mastoianni), el protagonista central de La dolce vita, Pietrangeli contrapone la inocencia de alguien que va ser corrompido voluntariamente por un ambiente lleno de depredadores acostumbrados a tragarse enteras a presas como ella, una mujer provinciana de cuyo pasado nos iremos enterando lentamente mediante flashbacks que nos cuentan de dónde vino y que equipaje vital trajo consigo a Roma. Irónicamente, también Pietrangeli y sus coguionistas, nada menos que la dupla de Ruggero Maccari y Ettore Scola, van a aprovecharse de Adriana, a la que van a utilizar para denunciar la despersonalización de la que son víctimas aquellos atrapados por el vendaval social –libertino y borracho- imperante. Al final Adriana queda tan irredenta como Rubini, pero unos peldaños más abajo, más sola, más aislada, sin salida alguna.
Para describirnos ese ambiente degradante, la película va a recurrir a contagiarnos de música –su banda sonora compuesta por Piero Piccioni incluye además una enorme cantidad de canciones pop de la época- luces, noche, fiestas, baile y la belleza de Stefania Sandrelli, que va a prestarle su rostro y su cuerpo a Adriana. Vamos a verla cambiar muchas veces de peinado, de traje, de zapatos, de amantes, pero nunca nos acercaremos en realidad a ella.
Así era la atmosfera de esos años en esa Italia pujante: frívola, banal, pasajera, pendiente de lo externo, de lo que estaba de moda, del último escándalo descubierto por los paparazzi. La esencia no importaba mientras fueras hermosa, joven y disponible, parece decirnos este filme trágico. Y si ya tu hora pasó, no esperes solidaridad, te van a echar a un lado o van a reírse de ti. No se pierdan la fiesta en la que un actor otoñal, Gigi Baggini (un magistral Ugo Tognazzi) es sometido a una humillación pública para complacer a un actor de moda e intentar conseguir una oportunidad en un posible filme. Aunque Adriana está presente ahí, es el único momento del filme donde ella no es el punto de interés del director, que sin duda quería mostrarnos lo implacable que ese estado de las cosas era para todos. No había compasión posible.
Yo la conocía bien, como ocurrió con buena parte de la filmografia de Pïetrangeli, tiene la delicadeza de hacer protagonista a una mujer que en cualquier otro filme italiano de la época sería una figurante innominada, una de las asistentes a las fiestas de las que Marcello Rubini participa, una de las chicas que él intentaría conquistar con falsas promesas. Una victima más. Un rostro entre la multitud.
En la 65ava edición del Festival de Cine de Venecia, en 2008, se elaboró una lista de los “100 filmes italianos para ser salvados”, constituida por los títulos que “han cambiado la memoria colectiva del país entre 1942 y 1978. Ahí, entre los filmes de De Sica, Rossellini, Fellini, Visconti, Antonioni, Rosi, Monicelli, Bertolucci, Scola y Pasolini, hay dos cintas de Antonio Pietrangeli: su debut, Il sole negli occhi (1953) y su última película terminada, Yo la conocía bien. El principio y el fin de una obra con puntos comunes, que hizo de la mujer su centro, que nos ayudó –críticamente- a abrir los ojos y así poder verlas.
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