Las muchas vidas y la única muerte de Sharon Tate

Los créditos iniciales de Tess (1979) van apareciendo por la parte inferior de la pantalla, ascendiendo sobre las imágenes campestres y alegres que vemos.  Se escucha música y por el lado izquierdo de la pantalla vemos a un grupo de personas que vienen por un sendero. Un pequeño grupo musical encabeza la ruidosa congregación de mujeres, doncellas vestidas de blanco y adornadas con flores en sus cabezas. Van riendo, hablando y cantando; se dirigen a un baile. Los créditos prosiguen: aparece el nombre de Claude Berri como productor y por último el de Roman Polanski como director. Pero más abajo surgen dos palabras que son una dedicatoria: to Sharon. Esas dos palabras quedan solas por encima de las imágenes, ascendiendo hasta que su color blanco se funde con el color del cielo de la campiña que vemos y desaparecen para siempre.  Así, como Sharon se desvaneció de la vida de Polanski y de este mundo.

“Nuestra última velada juntos la pasamos en un restaurante frente al Támesis, recién inaugurado por Harry Saltzman. Sharon estaba más hermosa que nunca. La ultima fotografía suya que conservo, tomada pocos días antes de que zarpara su barco, es una pequeña prueba de Polaroid realizada con vistas a una portada de la revista Queen. Otro legado suyo es el libro que dejó en nuestro dormitorio: Tess, la de los d´Uberville, de Thomas Hardy. Lo acababa de leer y me dijo que podría hacer una película maravillosa”, escribe Polanski en su autobiografía Memorias, evocando a su esposa, que con ocho meses de embarazo, regresaba en un trasatlántico desde Londres hasta Estados Unidos para dar a luz en su país natal.

No volvería a verla, pero nunca olvidó su sugerencia sobre Tess. Quizá Sharon Tate hubiera protagonizado ese filme, como por poco no fue la actriz de El bebé de Rosemary (1968), al optar los productores por Mia Farrow.  Es probable que junto a Polanski la carrera cinematográfica de Sharon Tate se hubiera solidificado, pero el sábado 9 de agosto de 1969 su vida se apagó de la manera más violenta y brutal que uno pueda imaginarse. Ella y otras cuatro personas que departían en su hogar de Los Angeles fueron torturadas y asesinadas por miembros de la “familia” de Charles Manson. Ella recibió dieciséis puñaladas. Tenía 26 años y estaba a dos semanas de tener un hijo, Paul Richard, el primogénito de Polanski. No cabe imaginar un destino más pavoroso que el de Sharon Tate.  “Su muerte una cálida noche de verano en 1969 cambió a Norteamérica para siempre. Tocó un nervio desnudo en un país desilusionado, en shock por los crímenes de John F. Kennedy, Martin Luther King, Robert F. Kennedy y Malcolm X. Los asesinatos Manson asustaron a una nación entera, que estaba dividida por la guerra y estremecida por las revueltas. En el frenesí mediático que rodeó –y todavía envuelven- a esos crímenes, las víctimas fueron casi olvidadas, relegadas a un segundo lugar detrás de sus notables asesinos”, escribe Greg King en su libro Sharon Tate and the Manson Murders.

¿Quién fue en realidad ella? ¿Qué hay más allá del mito de su muerte? Sharon Marie Tate había nacido en Dallas, el 24 de enero de 1943 y era una bellísima mujer, dueña de un atractivo físico extraordinario, puesto al servicio de una carrera cinematográfica aún incipiente, pero donde no era posible que pasara inadvertida para nadie, ni espectadores, productores o directores. Fue la primera de las tres hijas de una pareja texana, Paul y Doris. Él era militar, y ella un ama de casa. Una foto de Sharon a los seis meses de edad le permitió ganar su primer concurso de belleza, el Miss Tiny Tot of Dallas. Ganaría otro en su adolescencia, el de Miss Richland, Washington, el estado donde su padre había sido trasladado. Entre varias ciudades de Texas, California y Washington trascurrió la infancia y la juventud de Sharon y sus hermanas, que no sospechaban que en 1959 a su padre iban a nombrarlo capitán del ejército y a trasladarlo a la base militar de Passelaqua, cerca de Verona, Italia.

Sharon ya era famosa antes de llegar a Italia en 1960: una foto suya en la portada del periódico militar Stars and Stripes la mostraba  sentada en una silla de montar a horcajadas de un misil, con un traje de baño enterizo y con sombrero y botas de cowgirl. A los 17 años ya era toda una belleza, rubia, alta y carismática. Ingresó al colegio americano de Vicenza donde causó sensación y revuelo por su aspecto. Sin embargo, según se dice fue violada en esa época por un novio que tuvo, pero ella temió un escándalo y no quiso denunciar lo sucedido. Sin embargo el hecho sembró en ella una inseguridad y una baja autoestima que nunca la abandonarían.

Sharon no tuvo que ir muy lejos para empezar a vincularse al cine, más bien podría decirse que el cine llegó a ella. “Hollywood en el Tiber” se llamó a esa época en que las producciones norteamericanas, para abaratar costos, eran rodadas en Italia. Eso incluía películas de época (los péplums) y contemporáneas, rodadas en Roma o en otras ciudades. En la cercanías de Verona se hizo Hemingway’s Adventures of a Young Man (1962), de Martin Ritt, y Sharon y sus compañeros del colegio se asomaron al rodaje e incluso participaron en una toma que requería una multitud de extras. El actor Richard Beymer la vio entre los jóvenes, habló y trabó una buena amistad con ella, sugiriéndole una carrera en el cine, incluso le dio los teléfonos de sus contactos en la industria. En la primavera de 1961 Sharon viajó a Venecia y allí conoció al actor y cantante Pat Boone que hacía allí un especial para la televisión. Incluso logró una audición y un pequeño papel. Después supo que se requieran extras para Barrabás (1961) y ella y dos compañeros del colegio lograron ser aceptados. En el plató fue “detectada” por Jack Palance quien vio en ella muchas posibilidades y logró incluso que hiciera un screen test en Roma, del que nada surgió. Luego de casi dos años en Italia, el ahora mayor Paul Tate fue transferido al Fuerte McArthur, cerca de San Francisco, California. Hollywood estaría, para Sharon, a la vuelta de la esquina.

Al llegar, Sharon llamó al agente de Richard Beymer, Harold Gefsky, y le pidió una cita. Su belleza lo convenció instantáneamente de sus posibilidades, hizo arreglos para organizarle un portafolio fotográfico, le consiguió alojamiento en Hollywood y logró sus primeros contratos como modelo en comerciales de televisión. Beymer y Sharon empezaron a verse regularmente, en una relación romántica que solo duró unos meses. Gefsky la contactó con Herbert Browar de Filmways –una compañía que hacía comedias para televisión-  y este, al verla, llamó de inmediato a su jefe, el productor Martin Ransohoff, quien seducido por su aspecto, le hizo un contrato de siete años, con un sueldo de 750 dólares mensuales. De igual manera pagó para ella clases de actuación, dicción, danza y gimnasio. Incluso la inscribió en el Actors´ Studio en Nueva York, bajo la tutela de Lee Strasberg, pero la joven no aguantó la presión y el nivel exigido y solo estuvo allí un par de semanas.  Demasiada generosidad como para ser verdad o como para no pedir “algo” a cambio.

Filmways la incluyó en el reparto de uno de sus programas estrella, Los Beverly ricos (The Beverly Hillbillies), en el que apareció en trece episodios entre 1963 y 1965 en el papel de una secretaria bancaria, Janet Trego. Su carrera no despegaba, un screen test para Sam Peckinpah junto a Steve McQueen no fue positivo, y tras vincularse sentimentalmente con el actor francés Philippe Forquet  y estar a punto de casarse con él, quedó sola en medio de agudas confrontaciones  personales con su ahora exnovio. A finales de 1964 conoció en una fiesta al estilista Jay Sebring, dueño del salón Sebring International, a donde iban las grandes estrellas de Hollywood, y que inspiraría la película Shampoo (1975) de Hal Ashby. La seguridad cosmopolita de Sebring impresionó a Sharon y ambos empezaron a verse con frecuencia en círculos sociales, fiestas y happenings. Sebring la introdujo al mundo de las drogas, experiencia que ella aceptó como una forma de liberarse de sus inseguridades.

A mediados de 1965 -presionada por Sebring- cambió de agente y dejó a Harold Gefsky para estar en manos de Stan Kamen, de la agencia de talentos de William Morris. Su contrato con Martin Ransohoff no podía ser alterado y este la incluyó en el reparto de una película de terror que iba a producir para la MGM. En el otoño de 1965 Sharon viajó a Londres para ser parte de El ojo del diablo (Eye of the Devil).

 

Un rito pagano

Titulada provisionalmente 13 y bautizado finalmente El ojo del diablo, este largometraje -rodado casi todo en Francia en el castillo de Brives les Gaillards- sufrió muchísimas demoras. Kim Novak tuvo que ser reemplazada por Deborah Kerr cuando ya había rodado el ochenta por ciento de las escenas debido a una lesión en su espalda, lo que obligó a repetir todas las secuencias donde aparecía. El guionista original renunció y el filme pasó por tres directores -Sidney J. Furie, Arthur Hiller y Michael Anderson- antes que J. Lee Thompson fuera llamado para terminarlo.

Jay Sebring acompaño a Sharon a Europa al rodaje, pero tras un tiempo tuvo que regresar a Estados Unidos a atender sus negocios. La novata actriz quedó en manos de David Niven, Donald Pleasance, Flora Robson, Deborah Kerr y David Hemmings, un reparto realmente de lujo para un filme de terror sobre una secta ocultista cuyos miembros exigen sacrificios humanos entre los hombres de la familia Montfaucon, como una ofrenda pagana que ayude a paliar la sequía que tiene empobrecida a la zona. Sharon interpreta a Odile de Caray, una hechicera que junto a su hermano Christian (Hemmings), un experto arquero, mantienen acechando el castillo de Montfaucon, sembrando el miedo en Catherine (Kerr), la esposa de Philippe de Montfaucon (Niven).  Pese a estar en una zona rural de Francia Odile se viste de manera moderna, con un saco de cuello tortuga, un pantalón ceñido y botas. La película es en blanco y negro, pero sabemos por las fotos de producción que su atractivo atuendo es azul oscuro.

Odile es misteriosa, distante y atractiva. No son muchos sus parlamentos, pero su presencia escénica es inocultable gracias a su llamativa belleza, a su cabello rubio, a su frialdad glacial (lástima que Hitchcock no estuviera atento a este descubrimiento), a su sensualidad latente que despierta cuando Philippe la castiga con una fusta: Odile parece sentir placer y no rechazo ante el dolor físico. La película concluye con un primer plano de su rostro mojado por la lluvia. 

Sharon se quedó en Londres tras el rodaje, Filmways le había alquilado un apartamento allí. Fue por esos días en los que conoció a quien sería su esposo, el director Roman Polanski. Recordaba él ese encuentro: “Cuando Marty Ransohoff visitó Londres con su socio John Calley, Filmways ofreció una fiesta en el Dorchester para celebrar su llegada. Fue allí donde me presentaron a Sharon Tate. Nos estrechamos la mano, conversamos cortésmente y nos intercambiamos nuestros números de teléfono antes de irnos cada cual por su camino. Recuerdo haber pensado que era una mujer excepcionalmente guapa, pero en Londres abundaban las mujeres guapas”.

Polanski había tenido mucho éxito con Cul-de-sac (1966) y Ransohoff le hizo un contrato para financiar sus siguientes proyectos. Este pensaba hacer una parodia a las películas de cazadores de vampiros y junto a Gérard Brach (1927–2006) escribió el guion de lo que sería La danza de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967), su primera película a color.  Ransohoff le sugirió e insistió que incluyera a Sharon en el reparto. Existía el rol de la hija de un posadero judío pero Polanski no veía ahí al tipo de mujer que ella representaba.  Puesto que vivían cerca la invitó a cenar y tras conversar y confesarse cosas terminaron en la cama de él en medio de un viaje de LSD.

Una peluca roja y la atracción que ella le generaba disiparon sus dudas: Sharon seria Sarah, la pelirroja y sensual hija de Shagal, el posadero, secuestrada por el Conde von Krolock para unirla a su secta de vampiros. La danza de los vampiros no puede ser tomada en serio pues esa no es nunca su pretensión. Esta es una comedia que intenta parodiar el género de los vampiros y sus cazadores y lo hace mediante la exageración, el slapstick y el doble sentido. El mismo Polanski es Alfred, el joven y torpe ayudante del profesor Abronsius (Jack MacGowran), un envejecido catedrático convencido de la existencia de los vampiros en Transilvania. Alfred está interesado en Sarah y todo lo que hace es movido por su interés en rescatarla, así al final se demuestre que era una mala idea.

Desde La danza de los vampiros va a ser evidente que el principal interés que Sharon Tate tiene para los realizadores es lo que ella representa en términos de sex appeal para un filme. Polanski la muestra por primera vez en la película desnuda, sumergida en una bañera, y ese casi siempre será su atuendo y su locación favorita, excepto cuando luce el suntuoso vestido rojo del baile que da título a esta película en español. La explotación comercial de su imagen va a ser de acá en adelante lo que va a mover su carrera en el cine.  Polanski y Sharon terminarían enamorándose y consolidando su relación durante el rodaje de este filme en Italia.

La actriz regresa a Estados Unidos para rodar por primera vez en su país: se trata de No hagan olas (Don’t Make Waves, 1967), el último filme del gran Alexander Mackendrick, una comedia protagonizada por Tony Curtis y Claudia Cardinale que intenta captar –siendo graciosa solo a veces – la cultura californiana del surfing, el culto al cuerpo, la libertad sexual y el jipismo. Sharon interpreta a Malibú, una paracaidista que salva al personaje de Tony Curtis de ahogarse en el mar.  Si en La danza de los vampiros estaba en una bañera, ahora la tendremos en bikini junto al mar. Verla brincar en un trampolín de resortes en una escena totalmente gratuita del filme es una experiencia voyerista de primer orden. En 1967 tuvo que haber hecho que más de un espectador repitiera este mediocre largometraje solo por verla. Y recuerden que ahí también estaba Claudia Cardinale, apenas de 29 años. Puesto que los estrenos de   El ojo del diablo y La danza de los vampiros se aplazaron hasta finales de ese año, No hagan olas fue la primera vez que el público norteamericano la contempló en realidad.  

Polanski tuvo la fortuna de que la Paramount le encargara hacer de El bebé de Rosemary (1968) en Estados Unidos y así poder estar cerca a Sharon. Incluso se mudaron a un apartamento del hotel Château Marmont, un lugar cuyas fiestas reunían a toda la farándula y el mundillo perverso de Hollywood.  Peter Biskind en sus libros Moteros tranquilos, toros salvajes, evoca esa misma época con poco romanticismo: “con las mujeres Polanski tenía una actitud bastante europea. A Sharon siempre le hablaba como si fuera una pobre cría, le insistía en que ella tenía que servirle, y rara vez levantaba un dedo para hacerlo él mismo. Decía «Shaaaron, sírvele un poco más de whisky a Diick», recuerda Sharmagne Leland-St. John, actriz ocasional y conejita de Playboy que más tarde se casó con Dick [Sylbert]. «Sharon era la criatura más dulce que conocí en toda mi vida, muy lista, pero también muy tonta. Una vez me la encontré sentada en una silla, estaba regando una planta. Tras vaciar una jarra se fue a buscar más agua, y siguió regando mientras todos nos preguntábamos cuándo se daría cuenta de que el agua ya había rebasado el tiesto y que estaba mojando la alfombra.»”. 

 

El cuerpo lo es todo

Esa chica tonta seguía rodando. La película de más alto presupuesto en la que participó fue El valle de las muñecas (Valley of the Dolls, 1967), de Mark Robson, adaptación del best seller trash de Jacqueline Susann, que vendió los derechos para llevar su novela al cine por un millón y medio de dólares a la 20th Century Fox. Susann vertió en su obra todo lo que sabía del mundillo interno y malvado del teatro, la televisión y el cine y eso convirtió a su texto en un éxito insospechado.

La película se empezó a rodar con Judy Garland, pero a los diez días se retiró del filme por su dependencia a las drogas, siendo reemplazada por Susan Hayward. Las grandes estrellas no quisieron que se les vinculara a este proyecto y los tres roles principales recayeron en Patty Duke, Barbara Parkins y Sharon Tate. Esta última representa a Jennifer North, una corista que por su aspecto se le ve siempre rodeada de pretendientes millonarios con los que consigue tener una vida llena de lujos y que termina casada con un cantante famoso, para luego –tras varios giros del guion- terminar en Francia como actriz de porno soft. Jacqueline Susann confeccionó el personaje de Jennifer como una combinación de las vidas de su amiga la actriz Carole Landis y de Marilyn Monroe. Sin embargo parece haber estado pensando en Sharon Tate cuando creó ese personaje, al que vemos pronunciar este parlamento mientras habla por teléfono: “Madre, yo sé que no tengo talento alguno, sé que todo lo que tengo es mi cuerpo y estoy haciendo mis ejercicios para el busto”. Además es la única del trío protagónico que acaba muerta. Verla salir cubierta con una sábana en una camilla forense es tan escalofriante como premonitorio.

Empezaba 1968 y con él la propuesta de que ella y Polanski formalizaran su relación. “Sharon no ocultaba su vehemente deseo de tener un hijo. Aunque jamás hablaba de casarnos, y a pesar de su liberado estilo de vida californiano, sabía que su educación católica la inducía a considerar importante el matrimonio. La fecha que elegimos -20 de enero de 1968- caía pocos días antes de su vigésimo quinto cumpleaños”, recordaba el director. Sharmagne Leland-St. John, que vivía en esos momentos con Harry Falk, el exmarido de la actriz Patty Duke, recuerda que “Sharon le dijo un día a Harry: «Roman quiere casarse conmigo y no sé qué hacer». Harry le dio algunos consejos paternales y Sharon le dijo: «Gracias. Me has ayudado mucho, de verdad, me has salvado la vida, no voy a tirar mi vida a la basura para irme a vivir con ese polaco». Pero una semana más tarde se casó con Roman en Londres”.

Sharon Tate había expresado su intención de dejar el cine una vez se casara, decepcionada de los resultados de su carrera, quería hijos, un hogar, una vida tranquila. “-tú eres el mejor de los dos –me dijo tristemente una vez, refiriéndose a nosotros como pareja y lamentando que la industria cinematográfica solo viera en ella una cara bonita”, escribe Polanski en su autobiografía. Ella se sentía un objeto. Y lo era. Pese a sus propósitos tenía un compromiso pendiente con Columbia, The Wrecking Crew (1968), la cuarta y última cinta del seriado del agente secreto Matt Helm (Dean Martin), una sátira de bajo presupuesto a las películas de James Bond. Allí hace el papel de Freya Carlson, una torpe funcionaria de la agencia de turismo de Dinamarca que debe atender las necesidades de Helm. Que tenga gafas, un uniforme ridículo y una tendencia a complicarlo todo hace que sus apariciones sean muy divertidas. Obvio, todos estamos esperando el momento en que Helm descubra la belleza real tras el aspecto de Freya, y esto ocurre en una escena n la que Tate, mientras se prueba ropa y zapatos frente al espejo, hace una pequeña demostración de artes marciales para eliminar a un posible atacante, un momento cómico que demostraría, a la larga, ser irónicamente premonitorio.

Tras esa escena frente al espejo en The Wrecking Crew, la película continúa explotando el encanto ingenuo y la torpeza calculada de Freya, convirtiéndola en un alivio cómico dentro de la franquicia de Matt Helm. Ese papel, aunque menor, demostró que Sharon podía manejar el humor físico con soltura y que tenía una presencia en pantalla que iba más allá de su evidente belleza. Fue su última película estrenada en vida. Polanski recordaría después que, durante el rodaje, Sharon parecía experimentar un cansancio distinto: una mezcla de ilusión por la maternidad y una cierta decepción profesional que trataba de ocultar con optimismo.

Sharon regresó a Los Ángeles a comienzos de 1969 para dedicarse plenamente a su embarazo y al hogar que compartía con Polanski, instalado temporalmente en la casa de Cielo Drive. Él seguía trabajando entre Europa y Estados Unidos, mientras ella intentaba llenar sus días con la compañía de amigos, lecturas, ejercicios y la preparación para recibir al bebé que tanto deseaba. Nada en esas rutinas, tan sencillas y domésticas, anticipaba la tragedia que se avecinaba.

Sharon estaba rodeada de un pequeño círculo de amigos que la visitaban con frecuencia para acompañarla durante la ausencia de Polanski, quien seguía trabajando en Londres en la preparación de Day of the Dolphin. Jay Sebring, fiel y cariñoso incluso después de haber sido su pareja; Abigail Folger, la heredera de la industria cafetera, y su novio Voytek Frykowski, inmigrante polaco y amigo cercano de Polanski. Aquellas reuniones eran tranquilas, casi rutinarias: cenas improvisadas, conversaciones larguísimas, música suave que ayudaba a sobrellevar el calor del verano angelino y la ansiedad creciente que sentía Sharon ante la proximidad del parto. Contaba los días. Había engordado más de lo esperado, pero decía sentirse “feliz y pesada”, como si el cuerpo la estuviera empujando hacia la maternidad con toda la fuerza posible.

Polanski hablaba con ella a diario desde Europa. Le escribía cartas, le enviaba libros, le pedía que descansara. Estaba ansioso por volver, pero la producción no lo dejaba regresar todavía. Habían acordado que él estaría en Los Ángeles el 12 de agosto, a más tardar. Nadie podía imaginar que esas fechas serían fatídicas. Sharon estaba rodeada de afecto, pero también de vulnerabilidad: la casa era grande, aislada, con entradas múltiples y un entorno que parecía seguro, pero que no lo era tanto. A veces, en las noches, la invadía una ligera inquietud que no sabía explicar. “Debe de ser el embarazo”, repetía.

La noche del 8 de agosto de 1969 fue como tantas otras. Sharon cenó ligeramente, se acomodó en el sofá, conversó con Jay, con Abigail y Voytek, y comentó que el bebé se movía mucho. Cerca de la medianoche, el calor era tan agobiante que todos abrieron las ventanas buscando un poco de aire. La ciudad parecía tranquila desde lo alto de Cielo Drive. Ninguno de ellos sabía que, en esos mismos momentos, cinco miembros de una secta delirante avanzaban por el sendero que subía hasta la casa, siguiendo órdenes de Charles Manson, quien había elegido ese hogar al azar, sin conocer a Sharon, sin importar quién viviera allí, buscando solo sembrar el terror.

La irrupción en la casa fue tan rápida como brutal. Los intrusos habían cortado previamente los cables del teléfono y avanzaron con la seguridad despiadada de quien actúa sin freno ni remordimiento. Tex Watson encabezaba el grupo; llevaba un revólver, un cuchillo y la convicción fanática de que lo que estaba a punto de hacer obedecía a un mandato superior y distorsionado. Cuando Steven Parent —un joven que solo pasaba a visitar al cuidador de la propiedad— intentó salir del lugar en su coche, Watson se acercó y sin mediar palabra descargó sobre él varios disparos que le arrebataron la vida en segundos.

Luego, ya dentro de la casa, se encontró con Jay Sebring, que trató de proteger a Sharon aun sabiendo que estaba en absoluta desventaja. A tiros mató a dos de las víctimas, Steven Parent y Jay Sebring, y poco después de la medianoche acuchilló brutalmente a Voytek Frykowski, quien, pese a su corpulencia y a los golpes que recibió inicialmente, intentó escapar a través de la terraza. Su esfuerzo fue inútil: Watson lo alcanzó en el césped, donde lo apuñaló repetidas veces con una saña casi indescriptible.

Abigail Folger, que había intentado auxiliar a Frykowski, logró correr hacia la oscuridad del jardín posterior, pero fue perseguida, derribada y herida mortalmente por Patricia Krenwinkel. Su vestido blanco quedó teñido de rojo bajo la luz tenue de la noche, en un silencio que contrastaba con los gritos y el caos dentro de la casa. La escena se había transformado en un infierno doméstico, incomprensible en su violencia y devastador en su falta de sentido.

Sharon, incapaz de defenderse en su estado avanzado de embarazo, quedó rodeada por Watson y Susan Atkins. Había suplicado por la vida de su hijo, había ofrecido ser tomada rehén, había implorado que la dejaran tener al bebé. Nada detuvo la crueldad que se desató sobre ella. Fue apuñalada dieciséis veces. Tenía tan solo veintiséis años, dos semanas para dar a luz y toda una vida que ya no llegaría a conocer. Cuando Polanski recibió la noticia al día siguiente, su mundo —y el de una generación que vio en ese crimen el fin abrupto de la inocencia de los años sesenta— quedó desgarrado para siempre.

Sharon Tate no tuvo la oportunidad de ver Tess, ni de saber que aquella novela que dejó sobre la mesa de noche sería el refugio creativo de un hombre devastado. Polanski filmó esa película como quien intenta reconstruir un mundo perdido: cada amanecer, cada colina, cada rostro iluminado por el sol parecía buscarla a ella, invocar su recuerdo, rescatar algo de su pureza truncada. No era solo una adaptación literaria, era un acto íntimo de duelo. Y también de amor.

Con el paso del tiempo, la figura de Sharon Tate ha quedado atrapada en una paradoja dolorosa: todos parecen conocer su muerte, pero muy pocos conocen su vida. Su presencia se ha reducido a titulares sensacionalistas, a fotografías congeladas en el instante más injusto, a interpretaciones ajenas que no alcanzan a tocar la complejidad de quien fue. Pero basta mirar sus apariciones en pantalla —su sonrisa tímida en La danza de los vampiros, su vulnerabilidad luminosa en El valle de las muñecas, su alegría despreocupada en The Wrecking Crew— para comprender que allí había más que una víctima o un símbolo. Había una actriz en plena formación, una mujer enamorada, una joven que todavía estaba aprendiendo a habitar su cuerpo y su lugar en el mundo.

Su muerte marcó un antes y un después en la historia de Estados Unidos, pero su vida, tan breve y tan frágil, continúa brillando en los fragmentos que dejó atrás: en las fotos familiares, en los testimonios de quienes la conocieron, en esa mezcla de elegancia y torpeza que hacía de ella una presencia irrepetible. Si algo permanece, es la sensación de que Sharon Tate estaba destinada a crecer, a convertirse en una actriz distinta, quizás mejor, quizás más profunda. Su historia quedó interrumpida, pero no por ello deja de tener un peso específico, una huella indeleble en la memoria del cine.

Y entonces volvemos al inicio: a esas dos palabras que ascienden sobre la campiña francesa en los créditos de Tess: to Sharon. Allí, antes de los trigales y del cielo blanco, antes de que la imagen se funda lentamente y desaparezca, está ella. No como una sombra trágica, sino como la presencia amorosa que sigue habitando la película, como un susurro que acompaña a cada fotograma. Ese gesto, mínimo y silencioso, es quizá el homenaje más honesto que la vida —y el cine— pudieron darle. Porque mientras esas dos palabras sigan ascendiendo, Sharon Tate no se habrá desvanecido del todo. Y en el oscuro inventario de pérdidas que deja la historia del cine, su luz continúa siendo una de las más difíciles de olvidar.

 

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