En la parte final de Vicio propio (Inherent Vice, 2024), la voz en off de Sortilège, la narradora de este filme de Paul Thomas Anderson, se torna especialmente evocadora y nostálgica cuando dice: “…Y sin embargo no hay vacío en el tiempo, el mar del tiempo, el mar de los recuerdos y el olvido, los años de promesas, idos e irrecuperables. De la tierra a la que casi se le permite reclamar su destino, para que ese reclamo fuera ignorado por malhechores bien conocidos por todos, y que en su lugar sea tomada y secuestrada en el futuro que tenemos que vivir ahora, para siempre. Quizá podemos confiar en que esta bendita nave partirá a mejores costas, elevadas y redimidas, donde el destino americano misericordiosamente no llegó a cumplirse”. Estas palabras encajan también de manera perfecta como epígrafe y resumen de Una batalla tras otra (One Battle After Another, 2025), la película donde Anderson vuelve a recurrir, como en Vicio propio, a Thomas Pynchon como fuente literaria, esta vez con su novela “Vineland”, publicada en 1990, y de la que tomó algunos elementos dramáticos, sin intentar adaptarla.
Las palabras desencantadas de Sortilège hablan de una utopía fracasada, arrebatada por quienes detentan el poder y la fuerza o por aquellos que pretendían, desde su radicalización, acabar con los sueños de la generación de los años sesenta. Una utopía similar, pero esta vez contemporánea y anárquica, es la de los protagonistas de Una batalla tras otra, un grupo de militantes del movimiento antifa, que busca contrarrestar las acciones oficiales contra los inmigrantes ilegales en Estados Unidos. Aunque la película se estrenó solo dos semanas después del asesinato del líder conservador y activista de derecha Charlie Kirk y en medio de redadas y expulsiones masivas de inmigrantes, y de ataques violentos a instalaciones de los centros de detención del ICE (Immigration and Customs Enforcement), Paul Thomas Anderson ha insistido que su película usa la violencia solo como pivote dramático y que no tiene pretensión política alguna. Sin embargo, no ver paralelos con la situación de los inmigrantes en Estados Unidos parece difícil. Dejando de lado la coyuntura, también es claro que su cine está marcado por las relaciones de poder, por la manipulación y la dominación. Y este factor está en el centro de Una batalla tras otra, que rápidamente deja de lado la lucha colectiva, en favor de una personal.
Los protagonistas del filme, Bob (Leonardo DiCaprio) y Perfidia (Teyana Taylor), son una pareja de activistas de una red antifa que hace acciones violentas directas en contra de personas y estructuras de derecha, pero cuya dinámica como pareja –hasta ese momento excitante- cambia cuando una hija llega a la vida de ambos. ¿Cómo seguir exponiendo su vida y su libertad cuando ahora hay una niña que depende de ellos? Tal como su cine previo lo ha demostrado, Paul Thomas Anderson empieza desde lo colectivo y lo grandilocuente –la épica- para decantarse hacia lo personal. Lo íntimo en últimas tiene tanto o más peso que las aspiraciones ideológicas de sus personajes, pretensiones que terminan pasando a un segundo plano, a lo mejor olvidadas, quizá repensadas, probablemente reconsideradas en favor de unos intereses menos idealistas y más pragmáticos. El cine de Anderson está determinado por el acontecer del tiempo, ese factor que pone todo en el lugar adecuado, utopías incluidas.
Una elipsis de 16 años nos pone en el presente y nos arroja a una nueva realidad y a un cambio de tono en la narración. De lo solemne pasamos a la sátira, de la violencia a la modorra, como si Bob hubiera estado hibernando, para despertar en una película de los hermanos Coen o de Quentin Tarantino. Pero no hay que ir tan lejos: Anderson nos ha mostrado caricaturas previas y Bob es hermano de sangre de Barry en Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) y de “Doc” Sportello en Puro vicio. En general su filmografía no se caracteriza por la tridimensionalidad de sus personajes, sino por la descripción de sus rasgos obsesivos, paranoicos o manipuladores y en ese sentido el Bob de DiCaprio encaja perfecto en su universo como autor: es el militante de convicciones frágiles, pero convencido de su rol de padre (no exactamente modelo) y que ahora debe, contra su voluntad, volver a la acción.
En las antípodas de la actitud de Bob, pero compartiendo caricatura, Anderson nos presenta el personaje del coronel Steven J. Lockjaw, que acá interpreta Sean Penn. No hay introspección alguna en ese personaje, solo ambición supremacista e inescrupulosa, un estereotipo ambulante. En Una batalla tras otra él parece el ciborg que en Terminator (1984) tiene una sola misión: acabar con el ser que representa a la vez la pureza y la amenaza para su futuro. Lo que la película nos tiene reservado entonces es un enfrentamiento entre la estrategia militar (usada amañadamente para una lucha personal) y la improvisación esperpéntica de Bob, ayudado por una resistencia en la sombra que al parecer nunca ha bajado la guardia y por un Benicio Del Toro que, en su rol de “sensei” de artes marciales mexicano, se roba todas las escenas en las que aparece. Aparte hay que mencionar a Willa (Chase Infiniti) la hija adolescente de Bob, que es la presea que todos reclaman. Sus sucesivos ritos de paso en esta película son sólidos y verosímiles, un oasis de auténtico drama en medio de un filme que por momentos chilla de tanto artificio satírico.
Sin embargo, el tono cínico de Una batalla tras otra es el adecuado para encajar sin estridencias grandilocuentes y mesiánicas en medio de una realidad política y social tan turbulenta y polarizada como la que se vive Estados Unidos al momento de su estreno. Sin intenciones de tomar partido ni de aleccionar a nadie, Paul Thomas Anderson opta por ridiculizar ambos bandos del espectro político, por un lado las logias racistas y supremacistas aliadas con el poder militar, y por el otro la resistencia descuadernada de grupos antifa que viven entre la marginalidad y el idealismo. La relevancia per se de cualquier película de un autor como Paul Thomas Anderson encontró aquí, no sé si por intuición, instinto o suerte, la pertinencia que la hizo indispensable. Por fortuna no se quedó en el mero diagnóstico, sino que sembró luz, con Willa, para que -parafraseando las palabras de Sortilège- quizá haya un futuro más justo y humano, que ese idealismo sea aquel “bendito barco” que navegue hacia alguna orilla mejor y que aunque el destino americano parezca inexorable, aún exista la posibilidad de un final distinto al caos.
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.
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